De no producirse, mucho me temo que la actual situación de anarquía puede derivar en un intercambio cuantioso de denuncias y querellas de unos contra otros, con las administraciones de por medio, por excesos, desorden y fraude de ley, entre otras ilegalidades. Entonces, la Justicia lo tendrá que solucionar, a costa de un desastroso desgaste social y económico. El orden en el caos es creación, pero, hasta el momento, políticos y empresarios han impuesto un modelo turístico de masas que elimina de la ecuación todas las consideraciones ambientales y de cohesión social, que deberían haberse tenido muy en cuenta.

En este trasfondo de caos por la falta de regulación, el ocio diurno abierto al público en general, que impulsan establecimientos hoteleros y de restauración, ha acabado adueñándose de actividades que no le son propias. Se trata de una transformación ilícita del modelo turístico, que se desarrolla a partir de 2011 y que ha acumulado unos beneficios y facturaciones multimillonarias, a costa de desplazar a la clientela de todos los demás sectores, como bares, terrazas, comercio en general y, sobre todo, el ocio nocturno, que sí está regulado y se siente gravemente perjudicado por la anticipación a la tarde-noche de dicha actividad.

A este atropello hay que añadir otro igual de rocambolesco. Se produjo entre los años 2013 y 2016, cuando gracias al IVA cultural de la Ley Montoro, la Hostelería afrontaba una tasa del 10% de este impuesto y en cambio las salas de fiestas, los cines y los teatros se veían obligados a abonar el 21%.

Las actividades diurnas celebradas al aire libre en espacios no permitidos por la ley turística anticipan una recaudación que puede suponer más del 50 % del total generado por el sector ocio. Dichas ventas, además, se quedan en manos de unos pocos, como se puede demostrar, y aún más grave es el daño causado al resto de actividades y al comercio en general.

El pasado 7 de julio, el que fuera miembro de The Beatles, Ringo Starr, celebró su 80 cumpleaños y, entre otras cosas, declaró: «Apenas hay clubes para tocar, todo son grandes conciertos para hacer dinero». Esta descripción del triunfo de los eventos multitudinarios frente a las pequeñas salas me parece absolutamente realista y, al mismo tiempo, se contradice con determinados acontecimientos que se vienen produciendo a lo largo de este verano tan extraño y difícil que nos toca vivir. La noticia más ilusionante y positiva de cuántas se podían generar durante 2020 en la isla ha sido el resurgimiento del bario de la Marina y el puerto de Ibiza. Supone una vuelta a aquella realidad mítica que antaño gozábamos todo el tejido social, laboral y empresarial; una época en que todo era bonito, vivo y clamoroso.

Fueron los años en que se fraguó la marca 'Ibiza', que nace en los sesenta con los hippys y que después se asienta con la moda Adlib, difundida a los cuatro vientos por Smilja Mihajlovic, vinculada a la isla blanca; blanca, verde y azul, con sus casas payesas, la costa al fondo y los montes cubiertos de pinos. Esta marca 'Ibiza' se convirtió en una etiqueta infalible que entronizaba el palo Marí Mayans, las hierbas ibicencas, la sal de las salinas, el Seat Ibiza y la arquitectura sobria, firme e idílica de los payeses, con su cal, sus piedras ocres y sus volúmenes superpuestos. Fueron muchos los artistas que representaron aquella isla única a través de sus obras, como expresión de un territorio que ha marcado la conciencia de estas dos últimas generaciones como herencia de nuestro pasado. Es la Ibiza que no ha dejado nunca a nadie indiferente: o te enamoras de ella o la dejas.

Hoy ya no existe aquel modelo de fiestas que creaba un circuito nocturno y se manifestaba en el puerto, a veces de forma extravagante, pero con alegría y desfachatez para convocar al público a continuar las noches en las discotecas. A su disposición, una insólita variedad de propuestas entre las que elegir, bajo la bandera inexcusable de la música marca 'Ibiza'.

Desde que empieza este cambio de modelo turístico, con la irrupción del ocio diurno al aire libre en hoteles y clubes de playa, la música marca Ibiza ha desaparecido. La fiesta ahora ha adoptado el modelo Las Vegas; es decir, hotel, piscina, entrada, consumo exagerado, precios escandalosos y un astro de la música como postre de un espectáculo. Mucha gente, mucho lujo y todo el público que antes se repartía por toda la isla, ahora retenido desde primera hora de la tarde.

Una productora italiana me ha pedido una entrevista con el tema siguiente: ' L'isola que non c'é' (la isla que no existe). Me lo voy a pensar. En estas fechas también nos reunimos un grupo de amigos del mundo para coincidir en el programa 'Cabin Fever' que Carl Cox realiza desde Australia, coincidiendo con su cumpleaños. Todos los años le canto desde Ibiza, con mi voz estropajosa, el ' Happy Birthday, dear Carl'. Le traslado así el homenaje de los ibicencos a este gran artista que llegó a Sant Antoni en los años 80, y que vivía a base de pizzas y dormía en un seat 600 que yo aún guardo como un tesoro. Enlaza, además, con el recuerdo vivido de aquella Ibiza que producía una música reconocida en todo el mundo, extraordinariamente poderosa y que constituía el argumento revelador de las noches ibicencas.

La fiesta es ahora constante, dominante y todopoderosa. Ilustra al mundo lo que nunca tendría que haber ocurrido: la renuncia al tesoro intangible que suponía este estatus de isla mítica, talentosa y creativa desde el punto de vista musical, que además vivía en mayor armonía con su ciudadanía. Como justificación de lo que ahora ocurre solo cabe la búsqueda del beneficio a toda costa. Sin embargo, el fin no justicia los medios, sobre todo cuando éste afecta a los intereses generales. El modelo que se estableció en 2011 con la creación de los hoteles discoteca y los clubes de playa, donde antes había meros alojamientos y restaurantes, constituye un colosal abuso.

Por eso, esperamos que el Consell no vuelva a ponerse de perfil y cree una nueva regulación que tenga en consideración las circunstancias tan irregulares que hemos vivido estos últimos años y muy particularmente en el transcurso de esta maldita pandemia que nos amenaza diariamente. Es momento de reflexionar con sinceridad, para hacer las cosas con proyección y proteger los intereses generales de la ciudadanía, tanto desde el punto de vista social, como cultural y económico.

La vitalidad recuperada en el puerto es un broche de oro a una gestión colectiva que pertenece a toda la ciudadanía, que con enorme sufrimiento y tantos problemas sin resolver ha conseguido volver a empezar. Pero ojo porque en cualquier momento puede despertar de nuevo el interés del flautista y, con su música, encandilar a la gente joven para volver a llevársela a otros lugares no muy lejanos.