En mi último viaje a India encontré una cómplice imprescindible en una de las profesoras de la oenegé con la que colaboraba. Vestía pantalón vaquero y no solo estaba soltera a sus veintitrés añazos, sino que los padres aceptaban que ella solita se encontrara marido. Una extravagancia que, me consta, no estaba exenta de polémica. Entre aquellos mundos tan dispares suyo y mío, conectamos. Ella era de las pocas en saber que había cosas que no estaban bien, pero, aún más poderoso: que nosotras -y tú, y tú también- podíamos cambiarlas. O hacer por cambiarlas, que no es algo tan distinto. Así, le contaba un proyecto loco, el que fuera, para dar visibilidad a una historia y ella se entusiasmaba y en aquel calor que precede a los monzones, nos poníamos manos a la obra. Juntas hicimos cosas tan grandes como filmar a aquellas mujeres de las chabolas preguntándoles por su vida de antes. Porque hubo una vida antes de que sus padres las casaran y abandonaran todo lo que conocían y pasaran de ser las sirvientas de su familia a ser, con trece o catorce años, las sirvientas de la familia de su marido. Y juntas lloramos cuando ellas lloraban, no por recordar aquellos tiempos de la infancia, sino porque nunca nadie les había preguntado nada. Permitidme que lo repita: nunca, nadie -ni sus maridos, ni sus madres-, les había preguntado nada. Y abrir aquel grifo de recuerdos era un caudal sin fin del que ni ellas, ni nosotras, nos saciábamos.

Un lunes, mi cómplice de aventuras me esperaba impaciente. Tenía algo que contarme. Me señaló a una de las mujeres a la que conocía bien, enorme, con los dientes rojos de mascar areca, casada con un mindungui viejo y borracho al que podría haber hecho desaparecer de un soplido, pero que la maltrataba, porque para algo era su mujer y pobre de haber siquiera tratado de esquivar un golpe. No era esa la noticia, que eso era sabido por todos y además, algo tan común deja de ser noticia. Era que él la había enviado a alguna gestión y, cumplimentando un documento, mi amiga le preguntó el nombre de su marido. Ella se quedó en silencio. Yo no entendía nada, ¿no recordaba el nombre de su marido? Y entonces mi amiga me contó de una -¡otra más!- vieja tradición: las mujeres tienen prohibido nombrar a sus maridos y, por extensión, a los hombres de la familia del marido. La explicación es fácil de entender cuando uno lleva largo tiempo en India: los hombres se igualan a los dioses, son criaturas casi divinas, pero las mujeres solo existen para servirles. Así, pronunciar su nombre desde sus bocas malditas, según las creencias, atraía la mala suerte o la enfermedad y era castigado duramente con palizas o hasta el destierro y una mujer que ya no pertenecía a su familia de nacimiento porque había sido entregada a la del marido, de perderla, quedaba condenada a la soledad más absoluta. Se suplía este nombre con un 'Señor', 'padre de mi hijo', o aún más, con el silencio. Y así, desde entonces, en mis entrevistas, entre muchas preguntas inocentes en las que me ganaba su confianza, les calzaba con premeditación y alevosía las de cómo se llamaba su madre, o sus hijas o sus hermanas, solo para llegar al nombre de su marido y grabar una reacción. Nada nuevo, en realidad. Nada suyo, que bien podría haberles hablado de todos los silencios aprendidos en este lado del mundo. De que no estamos exentos de agujeros negros en los que anidan los fantasmas. De todo lo que han callado nuestras abuelas y de todo lo que nuestras madres nos han enseñado a callar y que cada cual arrastra su legado de cosas que no se nombran para no remover mierdas ni heridas -que debe ser lo mismo que atraer la mala suerte-. Que basta encender un televisor para escuchar tertulianos que gritan más que argumentan, pero callan con el mismo gesto de una esposa india si alguien señala cualquiera de los vergonzosos silencios de nuestra historia reciente: desde los abusos sexuales en el seno de la Iglesia a las corruptelas políticas, o supurando estos días, los florones de la corona. Apenas tres ejemplos de delitos, miedos y vergüenzas que se callan con la esperanza de que prescriban. Y por los que yo callo en el otro lado del mundo -en el sentido más amplio de la palabra-, antes de decirle a una mujer delante de mí lo que tiene que decir o callar.

Allí estaba, enorme, la esposa de un mindungui innombrable, haciendo todo lo que se espera de ella por si, quizá, con la vida prescrita, los dioses la premian colocándola en la próxima vida en la piel de un poderoso. Nada suyo. Solo que allí no es a las faldas de un rey o un maharajá. Basta simplemente que sea en la piel de un hombre. Y yo que la abrazaría, pero en lugar de eso, le contaba que aquí tenemos otra creencia y es que cuando alguien muere, el cuerpo pierde veintiún gramos; que hay quien dice que es el alma que escapa, pero yo pensaba que, en el caso de algunas esposas, era por fin el gustazo de librarse del nombre de su marido.

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