Cubrebocas, tapabocas, barbijos, protectores faciales... Los periodistas andamos como locos estos días buscando sinónimos para algo que solo veíamos en ocasiones en visitas al hospital o al dentista y que ahora es imprescindible: la mascarilla. A falta de un remedio o de una vacuna, las autoridades sanitarias y políticas han dado con una barrera de contención ante el coronavirus, que viene a ser lo que el condón al sida, un freno y no una cura. Y han pasado de asegurar que no eran necesarias o, incluso, que no servían para nada, a imponerlas a todas horas y en todo momento a los desorientados ciudadanos. Las lenguas viperinas afirman que si no se aconsejaban en lo más crudo de esta pandemia que nos azota no era, como nos decían, porque no fueran útiles sino, simplemente, porque no había. Incluso hace unos días escuché a Fernando Simón decir que la distancia social sigue siendo lo más efectivo. Así que tendremos que seguir aislados y con la boca tapada. Ahora que los cubrebocas son como la poción mágica que nos librará de todo mal virus, más de uno debe estar haciendo el negocio del siglo. Porque lo que no he oído de ninguno de nuestros próceres, cuyos bolsillos gozan de la misma buena salud que AdP (antes de la pandemia), es que, pese a su obligatoriedad, vayan a pagarlas los gobiernos. Así que muts i a la gàbia... y a apoquinar.