La actualidad dicta que debería hablar de mascarillas. Incluso varias personas así me lo han pedido, y de manera vehemente («¡denuncia que los turistas van sin mascarilla, como si vinieran a las colonias!». Así está el patio). Pero hay una noticia que, esta semana, me ha provocado una muesca indeleble de tristeza en la memoria. Y que precisamente habla sobre la pérdida de esta caja negra en la que acumulamos todas nuestras vivencias para revivirlas cuando nos interesa o cuando un sonido, un olor o una imagen, una percepción, nos las trae de vuelta. Resulta que la asociación de alzhéimer, esa enfermedad traicionera, inmisericorde, advierte de que «está desprotegida» en Ibiza y Formentera. Y propone crear «minicentros de día» en cada pueblo de las dos islas. El alzhéimer es como un gusano que se alimenta de nuestra mente hasta convertirla en un inmenso erial. Devora todo lo que encuentra a su paso y desde luego no entiende de clases sociales; convierte a personas altivas y orgullosas en cuerpos inertes. Siempre me he preguntado qué sentirá un enfermo de alzhéimer si recobra momentáneamente la conciencia de la realidad en un entorno inesperado. Debe ser horroroso. Y qué decir del sufrimiento de la familia, de las personas más allegadas. Nada hay más doloroso que asistir impotente a la derrota de un ser querido. Por eso me entristece leer que esta asociación necesita ayuda. Todo apoyo es poco cuando se lucha contra este devorador de memorias.