Hace mucho tiempo, en unas tierras no tan distintas a estas nuestras, cuentan que hubo un rey que, a saber si al principio quería serlo, que apenas era un niño cuando otros decidieron por él, pero enseguida se sintió suelto. El cacique que allí gobernaba no dejaba descendiente varón y se encaprichó del muchacho al que formó para que lo relevara tras su fallecimiento, continuando así su legado. Pero antes le procuró una reina sensata, que el joven era ya entonces un rey de corazones y ya saben lo que dicen los románticos: 'donde tengas la olla, no metas la corolla'. Así, lo bien desposaron y juntos tuvieron la descendencia suficiente para perpetuar la dinastía y, todo hay que decirlo, quedaban monísimos en los posados al óleo de verano.

Y érase que se era, en los manuales de reinado, lo mismito que antes Pilates, figuraba que el rey se lavaba las manos. Allí, en la Carta Magna, detallaba la más bella caligrafía que era y sería: «Inviolable e irresponsable». ¿«Inviolable e irresponsable»? Debió preguntar algún súbdito, pero los demás rápidamente le callaron: «¡Que os van a oír! ¡Habláis de un rey!». Y así, súbito los súbditos, aprendieron que el precio de tener un rey incluía el silencio ¡Qué sabrían los plebeyos de las cosas de palacio!

Y aunque este era un rey que reinaba pero no gobernaba, sí ejercía de 'símbolo de la unidad nacional'. Nadie entendió muy bien qué era tal cosa hasta que, en unos tiempos que pintaban bastos, el joven monarca se calzó una escalera real. Primero, devolviendo aquellas tierras castigadas de involución a la senda del progreso en lo que se conoció en los libros de historias como 'transición', pero también mostrando bravura cuando los dragones nostálgicos de tiempos dictatoriales intentaron un golpe de Estado. Los obreros y campesinos sintieron entonces que tener un rey era garante contra posibles malhechores y eso bien valía un puñado de perras y vistas gordas.

Y así, los años se fueron sucediendo; la corte, en sus cosas de la corte; los humildes en sus cosas de humildes y cada Nochebuena, sin falta, el campechano rey les regalaba unas palabras de aliento. Mas quiso la desgracia que una de las infantas y su esposo fueran pillados saqueando al pueblo y, aunque a ella la libró el comodín del yo no sabía, esta vez sí, el pueblo exigía cabezas y la del yerno acabó en mazmorras. Y si piensa el lector: «Pobre rey, tener que pasar por esto», que sepa que se solaparon aquellas tropelías con las suyas propias del tamaño de un elefante. Y cabizbajo y maltrecho habló a sus súbditos sin ser Navidad ni nada: «Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir». Pero doy fe que ni el mastodonte, ni el rey volvieron a levantar cabeza. Con la veda de caza real abierta por él mismo, los titiriteros empezaron a perderle el respeto que, total, él se había perdido hacía ya tiempo. Y el heraldo, de cuando en cuando, alternaba el bonito vestido de la reina con un «Se hace saber que allende los mares se ha desvelado tal falta del monarca». Porque el amor -hasta a la corona que portan siempre otros- es lo que tiene: de cerca eclipsa y nunca nadie veía nada reprobable en la figura del irresponsable y de verlo, era mejor barrerlo.

A saber si alguna vez quiso ser rey, que apenas era un niño cuando otros lo decidieron, pero sí cuentan los que estuvieron que lo que le costó, pero que mucho, fue abdicar y así, su hijo, como nuevo rey irresponsable, fue encomendado para, según se escuchaba en las tertulias: «restaurar la confianza en la monarquía». Pero ¡ay, pobre rey! Sucedió entonces que varias crisis azotaron al pueblo y se juntó tanta hambre, enfermedad y miseria que ya ni reconfortaban los anuncios de «El rey convence a los nobles para que donen leche y aceite», «La familia real estrena una carroza de quinientas mil monedas de oro». Y empezaba a importar un excremento de mula que el rey se retratara, o se comiera un helado entre el populacho. Incluso daba igual que la reina se vistiera de Zara y ¡ay, cuando agotados los comodines del yo no sabía se destaparon los millones de maravedíes ocultos en tinajas suizas o el despilfarro entre las bellas amantes del emérito 'por amor y gratitud'! Sus súbditos protestaban que por qué ese amor y gratitud no fue hacia ellos, que anda que no se habrían comprado la leche solos. Porque un pueblo con la fe rota y el hambre intacta no entiende que cada uno demuestra el amor según sus posibilidades (reales). Y algún exaltado, quizá, gritó: «¿No habíamos comprado un irresponsable? ¡Pues tomad dos cucharadas!».

Y cuentan que cuentan que contaron la historia de un rey destronado. A ratos, rey de corazones; a ratos rey de oros. Pero también es esta la historia de un pueblo que le miró durante años desfilar desnudo, y al callar, aumentaba su ilusión de cuán lindos son mis ropajes. Con lo fácil que hubiera sido que alguien le dijera a tiempo: «¡Pero qué hace su majestad! Por favor, qué bochorno». Y le lanzara unos calzones.

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