Hay dos exámenes por los que no me gustaría volver a pasar. Uno es el examen de conducir práctico. A mi dificultad de reaccionar rápido ante las indicaciones de izquierda y derecha se unieron ese día unos nervios que me hicieron llorar de tensión una vez me bajé del coche y mi profesor me dijo que había aprobado a la primera. Pobre de mi padre, que crecida con mis habilidades automovilísiticas le cogía la llaves del coche cada vez que podía para ir motorizada a todas partes. Nunca le hice un rasguño a ese coche, pero cuánto sufría ese hombre cada vez que me lo llevaba. La otra gran prueba fue la selectividad. Mucho más importante sin duda, aunque menos cara que el otro examen. Te jugabas tu futuro en unos días en los que tu evaluador ni tan siquiera te conocía, no tenía en cuenta tu trayectoria a lo largo del curso, ni tu esfuerzo. Solo lo que ese día fueses capaz de dar de ti. La semana que viene millones de alumnos se enfrentarán a la selectividad después de un curso lejos de la excelencia académica, porque no ha sido fácil, pero cerca del crecimiento personal ante la adversidad: una pandemia mundial azotando el país y un confinamiento en el que estudiar la caverna de Platón dentro de nuestra propia cueva. Lo que resta ya solo debe ser pan comido.