Cuentan los decoradores de pro la importancia del vestíbulo de una casa para definir la personalidad de quienes la habitan. En el mío hay un gran armario de madera maciza, lacado en blanco, con dos puertas con molduras. Lo rodean tesoros traídos de viajes, vaya que sí, pero en la entrada, lo que nos recibe, majestuoso, es un armario que, solo los más allegados saben que oculta herramientas. Herramientas. Perfectamente ordenadas en cajas de distintos tamaños. Tan impolutas que podrías comer de ellas, no porque no se utilicen, caramba, sino porque crecí imbuida en el respeto de lo que son capaces esas humildes piezas cuando topan con las manos adecuadas.

Mi padre, en cambio, tenía aquel espacio que le definía fuera de nuestra gran casa. Había que atravesarla por completo, y el huerto de tomates y patatas para llegar a lo que se construyó como cuadra, pero solo alguna vez albergó conejos, en un lado. En el otro, aquel reducto de mi padre que debiera lucir orgulloso el MoMA en su propio vestíbulo. Protegido por una puerta azul bajo llave, cuando se te acostumbraba la vista a aquella penumbra descubrías que albergaba una larga mesa de trabajo terminada en un tornillo de banco de hierro fundido. En vertical, la pared de arriba abajo y de lado a lado era un collage de herramientas de mano con un orden que solo mi padre entendía, con la silueta dibujada para marcar el camino de vuelta de cada pieza, pero que en cuanto faltaban algunas, recordaba la escena de un crimen. Y era un crimen que alguien, salvo él, tocara cualquiera de aquellos alicates y te reprochaba a los gritos que ya ibas a estropear algo, o perderlo, parece mentira, tocando sus cosas. Tan pudoroso de aquel mundo solo suyo que, cuando de niña, me descubría escondida tras algún muro, observando maravillada el ritual quirúrgico de hundir clavos perfectamente simétricos, de aserrar o las chispas azules al soldar, me echaba de un rugido.

Aquella era toda la información a mi alcance de aquel hombre, visual, porque nunca jamás me contara ni una frase de su vida, salvo cuando ya se le agotaba y no fue la conciencia, sino la morfina, quien le hizo hablar y hablar. No contestar nuestras preguntas sobre aquel mundo desconocido antes de Ibiza, sino hablar a trompicones, con un desorden de recuerdos que jamás habría permitido de tratarse de destornilladores, por ejemplo. Pero tras una vida entera de no escucharlo, por Dios, que ya me valía.

Lo poco que supimos de él fue a través de mi madre. Era Victoriano el menor de un montón de hermanos. Su madre, tan menuda que era 'casi enana', sorda de nacimiento y muy guapa. Me pusieron su nombre. Su padre enviado a la última colonia española, el Sáhara Occidental, conoció allí a quien sería mi bisabuela y juntos se acabaron marchando a Melilla, donde nació mi abuela Pilar que, a saber por qué, acabó en Murcia donde conoció a mi abuelo. Mi padre muy pronto quedó huérfano del suyo, apenas fue al colegio y, enfermo de tuberculosis, pasó tantos años en un hospital que, cuando al fin se curó no supo bien dónde ir y no fue a ningún sitio sino que se quedó allí trabajando como enfermero. Le gustaba ir a los toros, al cine y vestir bien, hasta con chaleco y vaya que era guapo como mi abuela. También heredó de ella la sordera. Con el tiempo, emigró a Barcelona con sus trajes en una maleta y ni una sola foto. De allí vino a Mallorca, donde acabaría de cocinero en el hotel Hawaii y conocería al que después sería mi suegro. Fue él quien lo llevó a inaugurar el Hawaii en Ibiza y el que metió baza para que mi madre, que trabajaba allí, y él, salieran juntos.

Mi padre, que venía de tantos sitios y todo en mi madre que empezaba y acababa en una Ibiza también convulsa. Mi abuela Catalina estaba embarazada de ella cuando las fuerzas republicanas bombardearan un acorazado alemán en aguas de Ibiza. Pasó tanto miedo que prometió al bon Jesús que si sobrevivía y tenía una hija, le pondría el nombre de su madre. Ambos cumplieron su parte y así nació María de la Inmaculada Concepción en plena guerra civil.

Y ella, todo lo que la definía, estaba en aquellas estanterías alternando recuerdos y libros que permitían asomarse al mundo de lo que no es Ibiza desde la seguridad de unas páginas que cuando quieras, cierras. Tenía muy pocos años cuando le dije que debía ser murciana, porque no me sentía ibicenca. Demasiado pequeña para enfrentarme a elegir un lugar de pertenencia que implicara renunciar al resto. Yo aún no sabía que era nómada. Que echaría raíces en personas y no en lugares, al igual que ella jamás imaginó que alguien eligiera vivir en cualquier otra parte pudiendo vivir en Ibiza o, mi padre, que murió en Ibiza, venido de Mallorca adonde llegó desde Barcelona y antes de Murcia, donde vino su madre desde Melilla, adonde emigraron sus padres desde el Sáhara, sin sospechar que nuestro mundo podría dibujarse desde un armario de herramientas y que, en las manos adecuadas? es un mundo inmenso.

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