Escucho hablar de la 'nueva normalidad' y se me tuerce el gesto, lo mismo que cuando escuchaba, no hace tanto, 'portavoza' o -no entremos tan pronto en polémicas-, 'futbolisto'. Si yo sé que muchos se refieren a salir sin medir distancias, claro que sí. Que para algunos, 'normalidad' es sinónimo de 'terracitas', 'turistas' o hasta de volver al 'Tinder'. Pero gustándome como me gustan las palabras, oigo allá o aquí, como quien suplica al cielo que ojalá que llueva café en el campo, que venga ya, venga, va, la nueva normalidad y muda, por dentro, pero no puedo evitar preguntarme: ¿la normalidad de quién? ¿la normalidad de cuándo?

Porque estoy en esa edad de haber vivido otra crisis. La de la gripe española no, caramba, pero la del 2008 -que duró hasta que le tomó el relevo la del Covid más que menos- vaya que la viví. Un día de estos, después de los vinos, me arremango la blusa y os enseño unas cuantas cicatrices. Y eso yo, que vivo para contarla, pero vi compañeros caer en las trincheras y conozco de otros con secuelas aún tan graves, que ahí siguen, tras perder el trabajo, la casa, la vida que tenían, quedarse sin saber dónde poner los brazos, sin haber sabido -o quizá, podido- reinventarse. Aún esperando que alguien les devuelva aquella 'normalidad' de antes. ¿La recuerdan los más mayores de la sala? Venga, va. Les tiro un cable: los chicos dejaban los estudios porque quién quería estudiar si se ganaba más trabajando en una obra o de camarero -con todos mis respetos a ambos sectores-; en las familias había tantos coches como parientes en edad de conducir; las ciudades, en lugar de manzanos, estaban sembradas de vallas publicitarias que anunciaban en cada descampado: «Nueva promoción de viviendas 3 dormitorios». Y uno se compraba una casa sobre plano -que luego resultó que, a veces, era lo mismo que comprar aire- y al ir al banco, un señor con pisacorbata, mientras te acercaba un juego de sartenes antiadherentes, te insistía que, ya que estabas, renovaras también el coche y que sabía de buena tinta que invertir en preferentes era garantizarte una jubilación en yate, firma aquí, aquí y aquí. Quizá por eso, porque me he descubierto de memoria a largo plazo -léase: yo sí me acuerdo del 2008-, un escalofrío me recorre la espalda cada vez que veo a políticos levantando la mano, diciendo que tienen una idea innovadora para salir de esta y es que volvamos al ladrillo.

A saber si esta crisis que nos espera -dando por cierto que será terrible-, será peor o menos peor que la anterior. Augurar el futuro sin antecedentes previos suele tener la misma utilidad que jugar a predecir el pasado conociendo todo lo acontecido, pero en mi apuesta personal -por favor, no hagan caso de estas líneas si no es en compañía de un adulto responsable-, yo voto por el 'menos peor'. Vale, queda confirmado que no podemos subestimar el aleteo de una mariposa en Lehman Brothers o en una sopa de murciélago en Wuhan, porque nos alcanza, vaya que nos alcanza, pero más allá, la crisis del 2008 fue una crisis financiera consecuencia de una burbuja inmobiliaria; esta de ahora es una crisis económica derivada de una emergencia sanitaria que ha paralizado el mundo y sus distintas normalidades. Y con sus similitudes y diferencias, si en aquel pasado están las claves que nos ayudan a comprender este presente, en el presente están las del futuro que no 'será', sino que construiremos. Repitiendo errores o no. Porque de esta normalidad 'de antes' sobre la mesa, y de la 'de antes de antes', podemos sacar lecciones, más que valiosas: trascendentales. Aprendiendo, por ejemplo, que entre el blanco del turismo y el negro del ladrillo hay infinidad de colores y no solo grises. Corriendo a abrir terrazas y playas ¡por supuesto que sí! Pero priorizando que nuestros estudiantes estén sanos y salvos en clase. No en vano, de su futuro depende el nuestro y de garantizarles la mejor de las educaciones depende que no dependamos más solo del turismo o solo del ladrillo. Creando planes que apuesten, de verdad, por la conciliación familiar, para que nadie nunca tenga que elegir entre trabajo o familia, porque necesitamos de los dos. Grabándonos a fuego, incluso cuando todo esto quede lejos, que la sanidad pública es más que un derecho, una obligación a defender. Nos va la vida en ello. Recordando que las desigualdades que vemos cuando estalla una crisis, en realidad, están siempre y no podemos volver a permitir que una normalidad acomodada eclipse la normalidad de quienes viven contra las cuerdas. Que no se nos olviden tan pronto las lecciones que nos ha dado una naturaleza agradecida de perdernos de vista por unos meses. Quién sabe, quizá, hasta podamos negociar con el planeta una convivencia en la que nadie devore a nadie. Porque estamos, hoy y ahora, creando un inmenso efecto mariposa y en los cimientos que escojamos estará la diferencia para que esta 'nueva normalidad' no sea apenas otra maldita normalidad.

@otropostdata