Uno quiere ser optimista, pero no puede. Vivimos tiempos que empiezan a parecerse demasiado a los de las bíblicas maldiciones de plagas y vacas flacas. Por si no era poco castigo la pandemia del Covid-19 y el descalabro económico en el que estamos entrando y que no sabemos a dónde puede llevarnos, ahora nos hablan de una tercera crisis que puede ser la definitiva. El pasado lunes, 25 de mayo, leía en estos mismos papeles una noticia que por su gravedad parecía la de un augur de mito griego. Y lo preocupante en este caso de negrísimo vaticinio -creamos o no en él- es que tiene el soporte de sesudos estudios climatológicos que en las últimas décadas no sólo confirma la realidad, sino que sorpresivamente se acelera. Supongo que ya saben a qué noticia me refiero. Se nos decía, corto y claro, que más pronto que tarde -en un tiempo que verán los que son jóvenes hoy- buena parte de Ibiza y Formentera quedará bajo las aguas por la subida del mar. Y ya se está produciendo.

La mayoría de nosotros no estaremos aquí para verlo, pero los que nos siguen puede que lo tengan crudo. Porque si las aguas suben, como nos dicen, cinco metros sobre su nivel actual en las próximas 9 o 10 décadas, el problema no estará únicamente en el hecho de que desaparezcan espacios como las Salinas, el pla de Sant Jordi, el de Portmany o ses Feixes, que entonces sí serán humedales como Dios manda, sino que el terrorífico 'crac' estará en la desaparición de todas las playas, situación que puede hacernos retroceder a tiempos de penuria que no hemos llegado a conocer.

Y ofrecer un turismo a la veneciana para pasear en barca por las inundadas calles de la Marina y el Ensanche no creo que llame la atención a nadie porque todas las geografías estarán igual, con el agua al cuello, de manera que la oferta no tendrá interés. La única ventaja de la debacle es que la naturaleza ocultará el cemento que le hemos echado encima. Algo es algo. Tal vez tengamos que reconsiderar la oferta de las discotecas, el pumba pumba de nuestros locos veranos y conseguir que Ibiza siga siendo, sin parangón, la meca mundial del desmadre. La verdad es que no lo tenemos mal, porque parte del camino ya lo hemos hecho.