Diez años antes, cuando le echó de la casita de Benirrás, pensó? Quizás si la llamara podría? No, el psiquiatra le había dicho que lo último que debía hacer era hablar con ella o no saldría nunca de su depresión. Y él, que se había perdido en su propia miseria emocional, en sus inmaduros llantos de niño desvalido, obedeció y no se permitió a sí mismo actuar con dignidad adulta. Desde entonces los días habían pasado lentos, sin concesión a un olvido que no solo deseaba, lo necesitaba, porque en sus recuerdos había casi borrado su rostro pero no los escalofríos que todavía habitaban en su cuerpo. Existía ya otra mujer, la quería, le hacía la vida fácil, la convivencia era equilibrada, serena, con sexo... Mario pensó unos momentos. ¿Sexo qué, cómo?, se preguntó. Sereno, eso era, sexo sereno es lo que ahora tenía. Exacto, no se perdería en aquel pasado con Elena, que lograba que cada día fuera una aventura y cada minuto un mordisco de libertad, con la que hacía el amor cada día..., perdón, a cada momento que les era posible. Nadie como ella había conocido su cuerpo, le descubrió rincones inexplorados y le enseñó a saber de sí mismo. No se olvidaba a una mujer así, ni cómo le hacía sentir. ¿No es eso el amor? ¿Acaso no es amar la forma en que te aman?

Diez años antes, después de mostrarle a Mario el camino de salida, Elena paseaba con Vinicio, su pastor alemán, por la desierta playa de Benirràs y lloraba. Pocas veces se hacía concesiones de ese tipo, no exteriorizaba el dolor. ¿Y si intentaba comprenderle? Pero no pudo, había demasiado dolor en su adiós, demasiado rencor en sus silencios de los últimos meses y todo lo que quería era arrancarlo de raíz, sin miramientos, porque sabía que no podría soportar su mirada ni ver cómo movía las manos. Adoraba sus manos, sus dedos delgados y hábiles estarían para siempre en su piel, porque la piel tiene memoria. Al volver a casa él seguía allí, se arrodilló y se abrazó a sus piernas llorando con desconsuelo.

-Te quiero, sollozó. No ha significado nada, solo ha sido una vez, no me eches de tu vida.

La de Mario no era una declaración de amor, era de miedo. Tan segura estaba de que habían tocado fondo por muchas razones, que utilizó un devaneo absurdo para pedirle que se marchara. No pensó que le hubiera sido infiel, era simplemente que él necesitaba relajarse con una mujer anodina que no hiciera de sus días una lucha frenética por la superación. Elena lo sabía pero no podía seguir tirando del carro de su relación, estaba agotada. Al romper se sintió aliviada, pero la pena le hizo abandonar Ibiza y marcharse un año a New York, al bullicio. Al volver, sentadas en el embarcadero desierto de Benirrás, mirando de frente a La Señora*, me dijo:

-Si apareciera ahora mismo y me lo pidiera, volvería a estar con él.

Diez años después, Mario tenía una vida tranquila en el campo. Aunque en los momentos de luz había logrado borrar a Elena, en su cama permaneció siempre la sombra de un tercer cuerpo. Incluso lo acariciaba en silencio y entre suspiros ajenos.

*La Señora, el islote que hay en el centro de la Cala de Benirràs. En realidad se llama Cap Bernat o Cavall Bernat.

O Carall Bernat si se quiere hacer referencia a un pene gigante.