En la vieja normalidad por estas fechas empezaban las llamadas de conocidos, amigos y familiares para interesarse por la mejor época para pasar unas vacaciones cada vez más cortas en la isla. Yo les decía que llegaban ya un poco tarde, que los meses buenos eran mayo y octubre, así que era mejor que esperaran al final de la temporada. Y que en ningún caso se les ocurriera aparecer por Ibiza en julio o agosto si no querían conocer el infierno en la tierra. Algunos incluso me pedían que les buscara alojamiento, como si yo fuera la bruja Lola... En la llamada nueva normalidad, que empezó a despuntar ayer con la fase 2 de la desescalada, la única certeza es que no hay certezas, como en las informaciones que nos bombardean cada día sobre el comportamiento del coronavirus, la conveniencia de usar mascarillas o guantes o la proximidad de una vacuna o un medicamento definitivo. Lo que parece claro es que en la próxima y tardía temporada quizás podamos volver a disfrutar de esas playas a las que ya no íbamos por la masificación o de esos lugares a los que los mismos residentes habíamos pintado una cruz. Incluso algún ibicenco se permitirá el lujo de pasear por el West End. El reverso tenebroso es qué ocurrirá con tantos trabajadores y tantos negocios con el previsible desplome del turismo. Es el momento de buscar el equilibrio.