Mi botiquín es francamente aburrido para un hipocondríaco: Paracetamol y antihistamínicos. Lo uno por cumplir, y los otros, porque servidora es de tener alergias. O de que ellas me tengan a mí de tanto en tanto. Tras un intensivo de entregarme a pintar un cuadro al óleo -con lo tóxico que es eso en los espacios cerrados, pero a la par, lo gratificante-, o cuando me da por limpiar en lo alto de los armarios de la cocina. Como ha de hacerse, vaya que lo hago, pero necesito después de una pildorita que, todo hay que decirlo, me deja para el arrastre. Me duermo por las esquinas. Pero para cuando despierto, ya no hay rinitis alérgica.

Esas son las leves. Luego, por contar alguna 'de las gordas', me puse morada allá en mi infancia de fresas del huerto de mis padres. Hasta ahí, todo bien, salvo porque era verano y de repente empezó mi piel a mutar en corteza de cocodrilo, que aquello no era ni sarpullido, hasta que toda yo desaparecí debajo de aquel bolso de Louis Vuitton. Resulta que desarrollé una alergia al sol -mal llamada así, pero por resumir, ya nos vale-, que me impidió ver la luz directa lo que restaba de verano. No fue ni mi primera alergia, en realidad, que mi padre -eran otros tiempos- era de darnos 'un dedito de cerveza' a todos los cachorros y a nosotros, por la espuma, o por lo que tenía de prohibido, ya nos iba bien. Era tan pequeña que no recuerdo qué explicación dieron mis padres en urgencias con aquella niña cocodrilo, pero el médico debió zanjarla con un mejor dejar la cerveza para mis hermanos. Otra vez, en Dominicana, hubo una epidemia de a saber qué -porque el Covid aún no estaba inventado-, y nos vacunaron y hasta entonces, el sol, que me había tolerado -él por su lado y yo por el mío-, me atacó. 'Fitofotoalergia' lo llamó el médico morenote que me pinchaba: la combinación de las plantas tropicales, sol y una vacuna que hizo las veces de detonador.

A estos brotes alérgicos les debo algunos de mis episodios más humillantes en urgencias. Será por los focos, pero en urgencias confiesas tus miserias; las combinaciones pecadoras que te han llevado a que se te cierren las vías respiratorias porque la corteza que se ve por fuera también se forma por dentro y tú, que solo sabes que te ahogas, vaya que dices la verdad y nada más que la verdad: «¿Qué has tocado?», «¿Qué has comido?» «¿Y antes de eso?», «¿Y antes?». Y aunque no me he llevado nunca nada bueno en esas primitivas, algunas combinaciones fueron: picadura de araña con sushi, o una memorable en un Fitur: cacahuetes con Cocacola ¡Cocacola, que os juro que yo, de normal, ni con ron y rodaja de lima!

Y ahora, tras sesenta días de que no me diera el sol ¡de verdad! -por aquello del estado de alarma-, salí a pasear. Lo había hecho ya un par de veces al atardecer, pero, caramba, qué ganas de sol, y allá que me fui toda dispuesta a alcanzar una preciosa plaza con jardines cuando empezaron a picarme los tobillos. Luego las caderas y, en un salto, el escote, y el cuello y yo que me repetía: «¡No te toques! ¡No te rasques!» hasta que aborté la misión y volví con la cabeza gacha, pero dando zancadas. Al día siguiente se confirmó que el paseo me había convertido en corteza y tras días sin mejoras evidentes y sin reservas de antihistamínicos me he plantado en la farmacia. Con la mascarilla y todo, solo viéndome media cara -y os juro que es mi lado bueno- la farmacéutica me ha mandado a urgencias. Allí, un señor algo más p'allá que p'acá, montaba un pollo y gritaba que iba a quemar el centro de salud con todos dentro. Yo miraba hacia la puerta, aún a tiempo de escapar de aquel estrés, porque era obvio que los sanitarios se enfrentan a cosas más importantes que mis paseos interruptus. Una doctora, de lejos, y con la mascarilla y todo, me ha hecho un gesto de que no me mueva y sabiendo cómo están armadas de jeringas y bisturíes, vaya que he acatado. Para cuando ha vuelto lo ha hecho vestida de cazafantasmas, como en televisión, tras todo ese envoltorio de EPI que yo no esperaba ver nunca tan cerca y ahí ha empezado mi confesión de que di un paseo y ay, insensata, tomé una copa de vino y hasta dos onzas de chocolate ¡con almendras! En respuesta a mis pecados me ha dicho que no imagino las erupciones extrañas que está trayendo asociadas el virus mientras me hacía un PCR. Que aún apenas sabemos nada de él y la gente saliendo como loca. La farmacéutica después, mientras me llenaba el bolso de antihistamínicos, me ha dicho que no imagino la de alergias que están apareciendo tras el confinamiento, que salimos a la calle con la primavera en todo su fulgor de luz, verdes y bichos. Como Dráculas a los que alguien abre el ataúd a traición bajo el sol de mediodía y se convierten en cenizas. Daños colaterales. Sea por lo uno, o por lo otro, ya os adelanto que voy a pasarme las próximas dos semanas confinada. O a la sombra, que viene a ser lo mismo. Y, mierda? con los armarios de la cocina ya tan limpios.

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