Walter Mischel, un psicólogo austriaco afincado en Estados Unidos, realizó un sencillo experimento allá por los 60 entre los propios hijos de otros compañeros profesores de la Universidad de Stanford, California, donde impartían clases. Los niños, de entre 3 y 5 años, fueron llevados a una sala; allí les dejaron sentados solos en una mesa con un plato y un tentador malvavisco. Les informaron que era suyo, que se lo podían comer, pero si esperaban quince minutos, recibirían otro como premio. Además del plato con su golosina, tenían un timbre al que podían llamar si querían salir. Solo un tercio de los niños resistió los cantos de sirena de la chuchería y detallaron cuáles fueron los métodos empleados: algunos le dieron la espalda al malvavisco; otros, se concentraron en dos en lugar de uno; hubo quien hablaba consigo mismo para regañarse si intentaba comérselo o, incluso, quien se entretuvo jugando con el timbre, lo que le hizo olvidarse de la golosina por un rato. Trucos de canijo que tuvieron premio. La intención del experimento empezaba y terminaba en revelar los comportamientos impulsivos en la tierna infancia, pero sucedió que dos de las participantes, las propias hijas de Mischel, fueron informando a su padre a lo largo de los años de calamidades de las que se enteraban de algunos de aquellos antiguos compañeros, lo que llevó al psicólogo a plantearse seguir sus evoluciones. ¿Podía haber una concordancia entre el autocontrol mostrado con cuatro años ante un malvavisco y el éxito en la vida? Aquel estudio longitudinal conocido como el Marshmallow Test (Test de la Golosina en español) supuso una auténtica revolución en control de estímulos y gratificación aplazada. Demostró la casi perfecta correlación entre el éxito adulto de los que habían invertido apenas quince minutos de su infancia por un segundo malvavisco. Contaban con mejores resultados académicos, mejores funciones sociales, mayor autoestima, pero también mayores ingresos y hasta un mejor índice de masa corporal. ¡Chúpate esa, gominola!

El test repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la historia también arroja otros datos interesantes: el autocontrol, como la inteligencia, está, por supuesto, predeterminado por los genes. Nacemos con un carácter más o menos impulsivo, pero las ventajas de sembrar para recoger también se pueden aprender. El único escollo insalvable, al parecer, resulta cuando el individuo no se plantea que haya un futuro o, al menos, no se cree merecedor de un futuro mejor. Eran los niños en riesgo de exclusión social o víctimas de abandono. La desesperanza en un mañana parece resultar el mayor autosaboteador de cara a ese mañana o, lo que es lo mismo: tanto si crees que te mereces un futuro próspero, como si no, estarás en lo cierto.

Una obra de teatro plantea -o planteaba antes de la pandemia-, un reto parecido. Bajo el título precisamente de 'El test', dos parejas de amigos se enfrentan a un dilema que trasladan al espectador: «¿Qué escogerías, cien mil euros ahora o un millón dentro de diez años?». ¿Te conformarías con una nada desdeñable pequeña fortuna en el instante o esperarías diez interminables años para ganar diez veces más? ¿Vale más pájaro en mano? Esta versión materializada en el dulce preferido de los adultos: el dinero, va poco a poco destapando nuestra capacidad innata y aprendida de autocontrol.

El precio que pagamos por algo que, a menudo, confundimos, cuando nada tienen que ver: las prisas y las ganas. ¿Qué se puede esperar de una sociedad que ha convertido en regalo estrella de la pasada Navidad un juguete sexual que promete orgasmos en menos de dos minutos? -A ver qué hacemos con los restantes veintiocho de la siesta-. Pero nos rodean otros muchos ejemplos de quienes acabaron cambiando las ganas por las prisas: son, por ejemplo, quienes siempre quisieron un coche rojo pero acabaron comprando uno blanco porque había cien euros de diferencia o porque en el concesionario les dijeron que en otro color tardaría un mes en llegar. Son los mismos que retuitean o comparten un titular sin contrastar. O los que llevan inventando estratagemas para saltarse cada una de las normas impuestas por el bien de la comunidad. Total, si solo te las saltas tú, ¿qué puede salir mal? Es el estribillo de una repetida cantinela: «Pues he salido a la calle 'solo por una cosa' y va y resulta, que no veas cómo está la calle. ¡Hay que ver cómo es la gente!». Porque «la gente» -no sé si os habéis fijado- son siempre los demás. Y ahora, que estamos solos frente a un plato y es completamente lícito plantearse si prolongar las precauciones o, caramba, ya está bien y como de todos modos, anda que no hay muertos por tráfico todos los días y tampoco vamos prohibiendo los coches, nos toca plantearnos cada uno cuál es su asunto aquel del malvavisco. No vaya a ser que lo que pensamos que son ganas resulten ser, en realidad, disfrazadas de golosina, unas prisas kamikazes.

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