Dentro de las catástrofes que a cada uno le caen en suerte en esta vida, hace ya muchos años, me tocó a mí la de tener a uno de mis hijos entre la vida y la muerte. El sinvergüenza ya había dado problemas desde antes de nacer y con sus dos años viví lo que tantos: noches de hospital, ucis y quirófanos. Poco de lo que quejarme, siendo justos, que vivió para contarlo y ahí anda ahora, molestando con que si en esta casa se cena o no se cena. Pero por aquel entonces ¡ay, por aquel entonces! Tanto tiempo pasamos en un hospital que llegó a olvidar cuál era su casa y cuando por fin lo devolvimos, protestaba y protestaba que él quería ir a la nevera de las enfermeras a sisarles un zumo. No recuerdo cuándo empezó todo aquello. Tampoco es que empezara, así, de repente, sino que fue de esa manera diluidamente traicionera: una noche de observación, solo por si acaso; luego otra, por los resultados, y así las noches se nos fueron juntando hasta que una mañana ya desperté acostumbrada a dormir en una silla, abrazándole para que aquel bebé harto de todo no se arrancara tantas agujas clavadas. Tampoco sabría decir cuándo terminó exactamente. ¡Vaya cosas! Pero a las fechas no les di importancia. O quizá, a saber, es que la locura lleva en la letra pequeña perder la noción del tiempo. Por las tardes, solamente un rato, me iba a casa, no a descansar -que las madres no sabemos de eso-, sino a leer un cuento a mis otros hijos porque ¡ay, de no hacerlo! Habrían sospechado que algo iba mal. Y sin saber el día de había una vez de esta historia, ni el día en que, por fin, comimos perdices, sí recuerdo ¡cómo no! que un Sant Jordi atravesó con una lanza ese relato. Y ese día, sí, fue el único, que en lugar de media hora, me marché un par, dejando a un bebé atado a una cama de hospital -con esa sensación de traidora que las madres más tarde o más temprano conocemos-, a llevar a mis otros hijos a la feria del libro porque, de no haberlo hecho ¡ay, de no haberlo hecho! Habrían sabido sin lugar a dudas que era el fin del mundo. Y tragando saliva, pero recorrimos todos y cada uno de aquellos puestos en una plaza, del primero al último; admirando aquellas filas de mesas largas cubiertas por un mantel rebosando libros nuevos. Y rosas. Y fueron eligiendo sus libros favoritos. Como siempre, desde que el mundo es mundo. Y también, por supuesto, le elegimos uno a su hermano ausente y atado a una cama de hospital y yo, con el corazón más que dividido, partido, porque a veces hasta a una madre le falta el superpoder de estar en dos sitios a la vez y coincide que ambos son importantes y urgentes por igual, así que ninguna de las elecciones es buena o quizá, hasta resulta que lo son las dos. Solo sé que han pasado muchos años de esta historia y aún me duele tanto haberme escaqueado del olor a hospital como me reconforta el olor aquel de los libros. Ni siquiera sé, a estas alturas de estas letras, si esto es un bálsamo que intenta curar la culpa acumulada o, simple y profundamente, la añoranza del olor a unos libros que este año, tampoco fue, pero esta vez ¡para nadie! Y un 23 de abril sin las plazas llenas de libros me parece un paisaje desolador. Quizá no sea el fin del mundo, pero ¡cuánto se le parece!

Aquel 23 deposité a mis (otros) hijos sanos a salvo y bien cuidados por unos libros nuevos para volver a mi lugar de entonces: una silla de hospital, a releer a mi pequeño príncipe de las mareas historias de un elefante que ansiaba subir a la cima de una montaña, pero caía rodando y rodando ladera abajo y en lugar de desistir? seguía intentándolo. Y yo que creía ya que la vida, al final, iba de eso: de intentar. E intentar implica tomar decisiones, todo el rato, y acertar y equivocarse aproximadamente en la mitad, y no tener ni idea de si uno hizo lo correcto, por lo menos, dos mitades ¡pero habrá que seguir intentando! Y también va, de vez en cuando, de parar y, por ejemplo, abrir un libro ¡que curar, quizás no cura! pero ese rato? vaya que salva.

Y dentro de las maravillas que a cada uno le caen en suerte en esta vida, me tocó a mí la de que llegara el Sant Jordi de, además de pasear entre libros, tener libros propios repartidos en las mesas y además, estar firmando. ¿Pueden imaginar lo que se siente cuando alguien se te acerca, libro en mano, para que le garabatees unas letras y te dice algo del tipo: «Me has hecho reír», «Me has hecho llorar», «Me has hecho sentir»? Y yo ahí, con mi boli mágico, tratando de contener las lágrimas, tratando de contener las risas.

En fin, que el mundo se nos desbarata y entre tantas y tantas grietas en las paredes; tantos agujeros, ahí, justo en las puertas que dan al futuro; tantos y tantos muebles por salvar y yo que traigo un ruego muy difícil. Por favor, que nadie se olvide: salvemos también las librerías. A fin de cuentas, se lo debemos, ¿a quién, por lo menos una vez, no le salvaron antes los libros?

@otropostdata