Un mes aquí encerrada y me están saliendo granos. Igual quedaría más chic decir acné, pero entre amigos de verdad no nos andamos con chorradas: granos. Me estoy poniendo francamente fea. Ya me pasó cuando llegué de mis últimos cien días en India, ¡madre mía, lo que me costó recuperar el pelo! ¡Y hasta el color carne de las plantas de los pies! Y flaca como palo de escoba, pero lo más desconcertante eran aquellos granos, como si el cuerpo quisiera regurgitarme aquí toda la polución acumulada, toda la tierra respirada allí. ¿Y ahora? ¿Qué querrá mi cuerpo ahora? ¿Sol? ¿Playa? Igual solo me está pidiendo calle. A saber. Ya hace mucho que no cuestiono a mi cuerpo más de lo necesario. Lo dejo hacer. Así que me miro al espejo y me reconozco: esta es mi cara de pandemia. También tengo que decir que se me han quedado unas uñas preciosas, qué bien les ha venido descansar de esmaltes. Y a saber por qué, pero han desaparecido mis arrugas de la frente. Si bien es cierto que llevo un mes sin discutir con nadie, pero a mí, lo que me crispa de verdad es Twitter. O eso pensaba yo. Me miro al espejo, frunzo el ceño y ahí están, las arrugas, pero en cuanto suelto y retomo mi cara de pandemia, se van y mi frente vuelve a quedar lisa como un plástico.

Malos tiempos para estar fea. Pienso en las películas. En que ahora estamos todos metidos en una de esas que jamás iría a ver al cine. Qué se me ha perdido a mí en una invasión extraterrestre, en una plaga de hormigas gigantes o en una pandemia creada en un laboratorio comunista en la que va a acabar apareciendo Bruce Willis a salvarnos. Bueno, a mí no, porque da igual que digan que 'La suerte de la fea la guapa la desea', en las películas siempre mueren los feos. Por mucho que hayan crecido juntos los dos personajes del inicio, tan amigos. Olvídate. El feo sabes que va a caer. Le explotará una granada de mano, se lo comerán los zombis, quedará segundo en el concurso y acabará de vendedor de seguros? Las películas al final van de que tardemos hora y media en asimilar que la selección natural es la suerte de los guapos.

Recuerdo haber ido al cine precisamente en India, a aquella cuna de Bollywood. Cuatro horas de pura tragedia. Una niña huérfana acogida por sus benévolos y ricos tíos que la crían junto a su hija, solo que la hija es -como yo estos días- fea. Ya no hace falta que te encariñes. Sabes que se la van a cargar. Todo es bucólico hasta que crecen y el pretendiente que quieren para la hija se enamora -cómo no- de la sobrina. Ahí todo se complica -aunque entre cantos y coreografías-; un incendio asuela la casa y la sobrina arriesga la vida por salvar a aquella prima hermana ahora despechada con su rival. Y en el incendio ella se quema. Mucho, pero no; todo, pero ya me entendéis? En la cama de hospital donde la acompaña el enamorado, está ella, cubierta de vendas como una momia: desde el cuello hasta las plantas de los pies -que ya os digo yo que tiene negras-, pero el rostro está, más que intacto, perfectamente maquillado. Más guapa que nunca la condenada. Y el pelo ondulado no muestra los estragos de la polución. Anda ya.

En todas esas cosas pienso yo cuando me descubro un grano nuevo en esta cara de pandemia, ya veis: en nuestra película, ¿seguirá en forma Bruce Willis? Alguien le habrá tomado el relevo en heroicidades. Quizá el jovenzuelo aquel que hacía de vampiro y que leí en algún sitio que habían elegido como «el hombre más atractivo del planeta». ¡Del planeta! Pues no es mi tipo. Tiene la cara como chata, ¿no? Pero con la que se me ha puesto a mí estos días, como para andarme con remilgos. Me inspira más confianza Bruce Willis, la verdad. Mejor negociador, da igual quienes sean los malos.

¿Y por qué, puestos a estar en una película, no es otra? De esas romanticonas que voy a ver al cine sola, donde un guapo y una guapa se conocen, tropezando -que hay que ver qué torpes son los guapos, pero caramba, qué guapos- y se caen mal, y la vida los va encontrando que ya verás que acaban juntos. Yo podría ser, por ejemplo, una guapa que va a comprar manzanas, rojísimas, perfectamente apiladas en un mercado y el dependiente se niega a cobrármelas, y me sonríe, y sale del puesto y baila. Y de repente, todo el mundo baila. Y alguien tira una caja de naranjas que caen rodando y nadie se enfada, y un mendigo -con los pies muchísimo más limpios que los que yo traje de India- se pone a hacer malabares con las naranjas. Y yo llevo una falda de gasa y mientras giro en una perfecta coreografía entre frutas de colores, mi falda vuela y se levanta lo justo y necesario para que veáis que tengo unas piernas espectaculares, pero sin dejarme con el culo al aire. Y ahí, aparece él, empanao como siempre: el guapo, que se da cuenta de que soy el amor de su vida. ¡Bah! No me hagáis ni caso. A mí el director me ha dado el papel de la que tira las naranjas y fijo que me las acaban cobrando ¿no me veis? Allí, al fondo. Soy la del grano.

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