Las consecuencias del mascotismo exótico y el tráfico de especies podría ser el otro titular, mucho más descriptivo, de este artículo. Y, en realidad, el epígrafe que tomaba forma en mi cabeza mientras pensaba en escribir estas líneas era 'Matando a Nemo', pero la entrada en escena de la Covid-19 me ha hecho replantear parte de la estrategia. Empecemos entonces, para justificar el titular, por una pequeña, triste y paradigmática historia que comenzó en mayo de 2003, cuando se estrenó la película de animación 'Buscando a Nemo'. Y seguro que todos conocéis al pez que la protagonizaba, un simpático pez payaso que tuvo en vilo a niños -y no tan niños- de medio mundo durante cien minutos. Pues bien, lo que Pixar no pudo prever es que la película despertaría una auténtica fiebre por poseer pequeños nemos en acuarios caseros, que cada año más de un millón de ejemplares de las distintas especies que engloban su misma familia serían capturados para ser exhibidos en peceras y que especies enteras se arrojarían al borde de la extinción por simple esnobismo, por capricho. Como si la pérdida de hábitats, el calentamiento global y la contaminación de los mares no fueran amenazas suficientes.

Hasta tal punto llegó el expolio de simpáticos peces Nemo que, al anunciar los estudios el estreno de la secuela, 'Buscando a Dory', organizaciones de medio mundo llegaron a proponer a Disney-Pixar que lanzara un mensaje inicial pidiendo a los espectadores que se abstuvieran de desear los peces exóticos que aparecerían en la pantalla. Un mensaje para necios, porque 'Buscando a Nemo' va de un pez padre que parte a la aventura en busca de su hijo, que ha sido capturado y metido en una pecera. En una pecera, repito. Que el resultado de una película con tal argumento sea expoliar peces para meterlos en peceras es no haber entendido nada del mensaje; no hay que echarle la culpa a Pixar de la estupidez humana.

Y el caso del pez payaso es sólo un ejemplo de los estragos que causa el mascotismo exótico. Otro más. Uno entre miles. Porque cada año, millones de animales son arrancados de sus hábitats para alimentar el mercado del esnobismo, para acabar adornando la vida de quienes no se conforman con tener un perro y necesitan fardar de tener un mono. O para nutrir el mercado asiático de la superstición con polvo de huesos de león, cuerno de rinoceronte o escamas de pangolín. Y no, no estoy confundiendo el mascotismo de animales exóticos con el tráfico ilegal de especies; lo estoy relacionando. Porque una cosa y otra van unidas y porque -sea por tener un exotismo vivo o por tenerlo muerto porque supuestamente te va a curar algún mal o porque su piel queda bonita en tu salón- el resultado y las consecuencias son las mismas; el sufrimiento de millones de seres vivos y la pérdida de biodiversidad del planeta.

Recordad las imágenes y la información que a menudo nos muestran los medios de comunicación. Montañas de caballitos de mar muertos destinados a un mercado asiático que los considera afrodisíacos. Elefantes y rinocerontes camino de la extinción por sus colmillos y sus cuernos. Leones masacrados para usar sus huesos en la medicina tradicional china. Aves de miles de especies transportadas vivas en condiciones lamentables desde Sudamérica a Europa para el mercado de las mascotas. ¿Sabes cuántos papagayos morirán para que tú puedas comprar uno a bajo precio a través de un grupo de whatsapp que te ha pasado un amigo? ¿Sabes cuántas vidas ha costado que tú puedas hacerte una foto con esa serpiente en el mercado medieval del pueblo? Recordad las imágenes de animales hacinados en cajas, de colibríes pegados con cinta adhesiva a un pantalón para intentar sortear la seguridad de los aeropuertos, de los monos y los pangolines en jaulas en abyectos mercados callejeros chinos. Y cada uno de estos casos merecería un artículo entero. Lo que hacemos al resto de las especies con las que convivimos es insoportable, repugnante, inmoral...

Lo más sorprendente es, sin embargo, la enorme capacidad con la que nos distanciamos de todo ello culpando a unas poderosas mafias internacionales que no podrían existir sin una demanda que crece a pesar de todas las imágenes del horror que cada año dan la vuelta al mundo. Lo más sorprendente es la distancia que adoptan ante ello quienes aseguran amar a los animales y son capaces de alardearte de los halcones, lagartos y de toda una serie de especies exóticas que ha tenido su hermano, los que se fotografían con tigres drogados en algún viaje o compran collares con dientes de cocodrilos. Y sé que a veces es difícil ver las señales y ser consciente del daño que se provoca, pero es hora de empezar a entenderlo. Lo que algunos llaman amor por los animales es su desgracia. A los animales se los ama libres.

Si todo esto no te parece suficiente, ahora, además, un nuevo argumento ha venido a sumarse a la ecuación para apoyar la lucha contra el tráfico de especies, para situarte en el bando correcto. Y es que la situación que vivimos en la actualidad, la llegada de esta nueva enfermedad por coronavirus bautizada como Covid-19, también está relacionada con la forma en la que tratamos a otras especies. Este pequeño ser, el virus que ha sido capaz de poner en su sitio a la especie que se considera superior al resto, ha llegado hasta nosotros desde uno de esos mercados del terror en el que se hacinan animales en algunas localidades asiáticas, quizás desde un pangolín o de un murciélago. Quien crea en alguna suerte de justicia o de venganza cósmica puede poner en el futuro esta historia como paradigma.

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