El final de mi preciosa abuela Catalina vino precedido por dos fantasmas: primero, fue el miedo a quedarse sola. No era una soledad aquella de falta de alguien al lado, que sus numerosos hijos y nietos, así como decenas de personas que por méritos propios la querían, buscábamos su compañía tanto como podíamos. Era la soledad de que «los suyos», refiriéndose a su generación, se estaban yendo. Ya prácticamente todos se habían ido. Después, llegó ya el temor a la muerte, que le brotaba de una manera incontenible por aquellos ojos azules. Y mi abuela entonces murió en picado. Ese fue el día que aprendí que cuando muere alguien bueno deja un agujero tan hondo que los años de después solo sirven para demostrar que nunca seremos capaces de taparlo.

En cambio, el final de mi padre, fue mucho más largo. Pasó años diciendo que se estaba muriendo. Muchos, pero acabó teniendo razón. Y cuando por fin llegó el momento, ese miedo atroz era a que no estuviéramos nosotros: su Conchita, sus hijos, allí; sin tocarle, pero a la distancia exacta de aquella cama de hospital, que al abrir los ojos nos descubriera y nos descubriera, además, mirándole. Los escasos momentos en que los santos sanitarios que lo atendían nos hacían salir -apenas un momento, apenas a la puerta, que os juro que ninguno de nosotros fue capaz de aprovechar para ir por un café a la máquina-, sus gritos de terror atronaban toda aquella planta de Can Misses. Reclamaba que volviéramos, nos acusaba de abandonarlo con el mismo enojo con el que una vez dentro de nuevo, nos acusaba de que, si le quisiéramos, le tiraríamos por la ventana para acabar con todo aquel sufrimiento. Aún hoy, cada vez que voy a aquella casa de la infancia, el cuerpo me lleva a su cuarto -el que antes fuera el mío-, a despedirme de él; a decirle que he ido de visita, pero ya me voy.

En 1966, una pequeña localidad galesa: Aberfan, pasó tristemente a la historia cuando 144 personas fueron engullidas por una avalancha de lodo negro procedente de los desechos de una mina que, removida por las imparables lluvias, sepultó apenas quince casas, pero arrasó la escuela. Murieron 116 niños el último día de clase antes de las vacaciones. Más de un centenar de agujeros en un pueblo que quedó sin niños.

Y ahora, quiere la mala suerte, que una cosa diminuta llamada Covid-19, sea la avalancha que engulle especialmente a personas con patologías previas, pero sobre todo, mayores. Un 95% de los fallecidos tenían más de 65 años. Son solo los datos oficiales, mientras las cifras de fallecidos en residencias bailan un maldito baile de muertos. En medio de tanto caos, parecen imposibles los números.

Y pienso en los abuelos, todos, confinados aún en las residencias, o en sus casas, en un sillón no muy diferente al de mi abuela o al de mi padre, cada uno con sus fantasmas, frente a un televisor. Por eso, no doy crédito a esos cuantos de la oposición que protesta que las televisiones están engañando a los españoles, que no están mostrando suficientes ataúdes, bolsas de cadáveres. Reclamando -o incluso, inventando- imágenes que reaviven un dolor ajeno sin permitir un ápice a la intimidad y a la dignidad humana. Muertos, piden muertos. Como cantaba el desaparecido estos días, Luis Eduardo Aute:

Miles de buitres callados van extendiendo sus alas, ¿no te destroza, amor mío, esta silenciosa danza? Maldito baile de muertos, pólvora de la mañana.

Y si no hay bastantes ataúdes en las pantallas de televisión, los llevan a las redes sociales. La Policía Nacional ha detectado en los últimos 15 días más de 1,5 millones de cuentas creadas para difundir «contenido engañoso y potencialmente dañino». Cuentas contratadas para trabajar todas las horas de sus jornadas en inventar mentiras sin otro fin que sembrar odio y miedo y crear la ilusión de un falso apoyo mayoritario cuando están consiguiendo avergonzar a quienes sí les apoyaron en las urnas porque no, esto nada tiene que ver con hacer política. Hay cosas que distinguen de lejos un mal político de una mala persona.

Y mientras, acusan a los medios de «edulcorar la tragedia; al encender la televisión y observar los principales telediarios sorprende la ausencia de noticias reales sobre la situación que vive el país». Mientras, en los telediarios que sintoniza mi televisor, del primero al último, no hay uno solo que deseara que viera mi preciosa abuela Catalina y en cambio la llamaría a gritos, dando saltos para que viera esas otras maravillosas y raras noticias, como la de Nica, de Coslada que, con 103 años, recibe el alta y vuelve a casa con todos los suyos; como Conchín y Miguel, un matrimonio de 85 y 86 años de Yecla, que han compartido y superado juntos la enfermedad y tras 60 años juntos, espero que aún les queden muchos más. ¡Que igual soy solo yo! Pero tras un mes de miedo y encierro, me parece que estas noticias no son edulcorantes, sino algo aún más valioso: vida.

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