La mañana del 11 de septiembre, los pasajeros del cuarto avión secuestrado: el United 93, fueron conscientes de que su fin no sería muy diferente de los anteriores, utilizados como misiles humanos, y algunos pasajeros sin preparación previa, sin conocerse entre ellos, decidieron enfrentarse juntos a los secuestradores y acabaron estrellando el avión en un campo de Pensilvania a escasos veinte minutos de su objetivo: el Capitolio. Antes de eso, realizaron llamadas a casa que se han ido recopilando con el tiempo. Algunas llamadas, incluso, desde móviles prestados. En ninguna de ellas se maldecía a los terroristas o se lamentaba la mala suerte de estar en el lugar y el momento menos oportuno. En su lugar, todas tenían en común que decían, a quien correspondiera, en directo o como mensaje para escuchar en la posteridad en bucle en un contestador: 'Te quiero'.

Cuando leí la noticia sentí una inmensa tristeza, pero también la reconfortante certeza de que, en los momentos críticos, el último pensamiento, es de amor. Debe serlo. También me sirvió para crear un ritual que mantengo con los años y es que, antes de desconectar el móvil en aviones, o silenciarlo en barcos y trenes, mando un mensaje a cada uno de mis hijos. No uno comunitario en un grupo de whatsapp, sino individualmente, a cada uno de ellos, diciéndoles que les quiero. Como mínimo. A veces incluye información relevante del tipo: «Te quiero hasta la luna y volver, hasta el infinito y más allá o, contado en orelletes, 6». Y en absoluto es porque se me pase por la cabeza que vaya a morir o vayan a secuestrar mi vuelo, sino porque creo que es una manera como tantas otras de llenar esas certezas que nos sostienen a todos. Como las fotos de boda, y quien dice una foto de boda con una novia de blanco en un marco de plata en la entrada de casa, dice una foto en un imán en la nevera de la primera vez que bajamos la pista roja de Formigal. Cualquier nimiedad a ojos ajenos que sirve en los momentos de flaqueza para recordarnos los motivos por los que apostamos por estar ahí. Creo que son las nimiedades las que acaban conformando las grandes certezas.

Yo tengo, tan mías como las huellas de mis pulgares, en unas cuantas, mi red. Y cada una de las veces que doy un triple salto, lo logre o me estampe, me recogen. Suenan del tipo: «Más te vale que sea verdad lo de las orelletes» (que quiere decir: «yo también te quiero»); suenan a: «Y de verdad, ¿cómo estás?», a «Esta noche hay un concierto y no se acepta un no por respuesta» de mis amigos; suenan a: «Apuesto por ti», «Estoy tan orgulloso de ti», «Venga, va, te acompaño»; suenan en la voz de mi churri a diálogo de besugos cuando voy a bajar del coche y me detiene con un: «Pregúntame cómo estoy de 1 a 10», «No pienso hacerte esa pregunta», y grita «¡Que me preguntes cómo estoy de 1 a 10!», «Está bien, ¿cómo estás de 1 a 10?», «Cien mil miles de millones. Contigo estoy cien mil millones de millones» que finiquito con un «Ese número no existe. Te lo acabas de inventar». Y me voy dando un portazo, para devolverme a la maraña de incertidumbre que es la vida, a que puedo ser la próxima en morirme en un avión o de un mierda de virus, a que somos finitos y vulnerables, pero a sabiendas, ¡vaya que sí! Vivir valió la pena.

Estos días lloro, por lo menos, por lo menos, un rato. A veces, dos. Y nunca es maldiciendo o lamentando, lo reconozco. Las que me rompen son las otras noticias: es una abuela tejiendo batas para médicos que no conoce, es un vecino cocinando croquetas para un regimiento, es la sorpresa de cumpleaños para la señora que vive sola en el cuarto, es el aplauso de una comitiva vestida de sacos de basura a quien abandona la UCI? con vida; es por quienes no han pospuesto su boda porque, a fin de cuentas, esto iba de «en lo bueno y en lo malo» ¡os van a quedar unas fotos preciosas!

Y a lo que invito al lector, por supuesto, es a que desempolve sus propias fotos de boda y se agarre a ellas con fuerza. Y si cuesta distinguirlas, que recuerde que quizá no aparece en ellas un novio o una novia, sino un montón de amigos algo borrachos a la salida de un concierto; o una familia disfuncional, de esas con pinta de quererse mucho. Que busque hasta encontrar su propia red de certezas, pero sobre todo, estos días en que bajamos a trompicones por una pista roja y que los abrazos y los besos son invisibles y las palabras se hacen más necesarias que nunca, lo que quisiera es que todos contribuyamos a tejer alguna red ajena. Aunque nos esperen miles de mañanas y nos sobrarán las ocasiones de decirlo cara a cara, que le diga a alguien, a traición, verdades muy pequeñas o grandes nimiedades. No vaya a ser que el otro tenga uno de esos días tontos en que, por el cambio de hora, porque se quedó sin trabajo o sin familia, va y se derrumba. Que nunca nos falte a ninguno una frase de esas que, cuando se apaga la luz, nos enciende las certezas.

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