Algún día, dentro de unos años, los chavales ibicencos estudiarán en la escuela la historia de aquel verano de 2020 tan extraño. Tal vez lean que entonces solo abrieron la mitad de los hoteles, muchos proyectos de negocio echaron el cierre incluso antes de abrir sus puertas y en las playas más multitudinarias no se volvió a ver masificación, incluso en los meses supuestamente álgidos de la temporada.

En aquel verano de 2020 pudo ocurrir también que los vuelos que iban y venían de todas partes del mundo se redujeron de forma considerable. Algunas compañías prolongaron su inactividad más allá de lo previsto y el Gobierno cerró los aeropuertos a los aviones procedentes de países donde el virus seguía expandiéndose, con el objetivo de evitar nuevos brotes.

Durante aquella temporada tampoco se registraron denuncias de vecinos hastiados por el frenesí de las discotecas y los beach clubs, ya que muchos negocios ni tan siquiera entraron en funcionamiento. Aunque se permitía la entrada a aquellos turistas que superaban un control sanitario en puerto y aeropuerto, las grandes aglomeraciones, incluso al aire libre, se mantuvieron prohibidas. Incluso se redujeron drásticamente los aforos de los bares, los restaurantes tuvieron que recortar sus mesas a la mitad para garantizar una mayor distancia de seguridad entre comensales y lo mismo ocurrió con la capacidad de los hoteles.

Estas medidas supusieron un recorte importante de plantillas y numerosos trabajadores temporales perdieron sus puestos, viendo empobrecida su economía doméstica y malviviendo de ayudas públicas. Agricultores, ganaderos, pescadores, distribuidores, taxistas, rent a car, empresas de marketing, etcétera, vieron caer en picado sus ventas por la reducción de turistas y negocios operativos.

El perfil del viajero también se alteró de forma extraordinaria. De una inmensidad de visitantes extranjeros se pasó a una mayoría de españoles, que aprovecharon las ofertas que se vieron obligadas a lanzar las cadenas hoteleras. Junto a los extranjeros con segunda residencia que lograron regresar en los periodos de transición entre los cierres aeroportuarios, se convirtieron en los principales clientes del sector hostelero. La oferta complementaria también ajustó sus precios y se adaptó a este nuevo perfil de visitante, más familiar y no tan boyante, aunque no faltaron a su cita algunos jets privados y grandes yates, cuyos propietarios se sentían a salvo en sus mansiones y fortalezas sobre el mar.

En paralelo, encontrar casa en Ibiza dejó de ser misión imposible a mitad de temporada. Muchos propietarios, en lugar de arriesgarse a la incertidumbre de alquilar por semanas, prefirieron buscar clientes para todo el año. Un gran número de apartamentos y chalets acabaron quedando vacíos, las grandes plataformas perdieron rentabilidad y los intermediarios piratas iniciaron el éxodo.

Ante el sustancial retraso en la llegada de los primeros turistas, múltiples negocios apostaron por alargar la temporada y permanecieron abiertos en noviembre y algunos hasta Navidad. Esos últimos meses, de hecho, acabaron redondeando mejor de lo previsto las cifras de negocio. Por aquel entonces, la situación internacional se había ido normalizando y eran muchos los turistas que anhelaban celebrar el fin de aquella travesía por el desierto. La promoción de la isla se orientó a estos nuevos perfiles, se impulsó la Ibiza otoñal y se crearon nuevos productos que, por encima del sol y playa, primaban gastronomía, naturaleza y patrimonio. Incluso se retomaron algunos de los eventos que habían quedado pospuestos en primavera.

Aquel verano de 2020, en definitiva, culminó con cierres e importantes pérdidas para muchos negocios, especialmente aquellos sin músculo financiero o que no supieron adaptar sus productos al nuevo orden. Las cifras de paro, asimismo, resultaron muy duras de asimilar. Pero la crisis, sin embargo, también tuvo aspectos positivos. Por primera vez, la realidad demostró que podía desarrollarse con éxito un turismo menos estacional, que conllevara una reducción significativa de la saturación y una mejor convivencia con los residentes. Además, se produjo cierta ola de solidaridad con el objetivo de que económicamente la isla no se viniera abajo. Favoreció mayor flexibilidad de pagos entre negocios y proveedores, entre propietarios inmobiliarios y empresas inquilinas, etcétera.

Pero, sobre todo, hay que subrayar que la inquietud económica quedó relegada a un segundo plano, gracias a la menor incidencia de la pandemia en la isla y a la alegría de poder seguir abrazando a la inmensa mayoría de nuestros padres y abuelos. En 2020 muchos celebraron mantener, la salud, la familia y los negocios. No fue el año de ganar dinero sino de sobrevivir, volver a admirar el estado inmaculado de las playas y contemplar cómo la isla se vaciaba de piratas.

El tiempo revelará si aquella temporada de 2020 culminó así o de otra manera. De lo que no hay duda, en todo caso, es que los libros del futuro explicarán que Ibiza, desde entonces, fue una isla diferente.