Estas últimas semanas me está costando horrores juntar líneas. No sentir como superfluo 'esto mío' (que no las noticias verdaderas) mientras veo a tantos sanitarios cayendo en primera fila de fuego. Cuesta arriba. Culpa mía, que lo que pretendo sé de antemano que es imposible: encontrar palabras de aliento. Busco la alquimia de las letras, el resorte en la página impar de un periódico que alivie el peor de los dolores. Si en el camino logro entretener a quien solo está aburrido (solo) en casa, esperando que esto pase cuanto antes, cargado de propósitos nuevos que durarán, poco más o menos que los de año nuevo, estupendo. Pero en mi cabeza sobrecalentada estos días están quienes han perdido a alguien. O quienes ni lo sospechan aún y lo perderán. Lo perderemos.

No hace mucho (aunque antes de todo el asunto este del coronavirus, con lo que parece que fuera en otra vida), una amiga me contaba, destrozada, de alguien que, ya cargando varias catástrofes en el cuerpo, acababa de perder a su hermana en un accidente. Ahí mi amiga trató de dar ánimos y encontró un muro insalvable. Y es que a veces no queremos una palabra de ánimo. Aún no es el momento. Ni nos cabe ni nos da la gana el consuelo. A veces, todo lo que necesitamos es un abrazo en silencio. A ratos, lo único que queremos del mundo, es que el mundo nos deje en paz.

Y recorro estos días, como un hámster en una jaula, mi casa, y en mi cabeza hay otro hámster que trata el inútil ejercicio de ponerme en el lugar de quienes no pueden siquiera despedirse de los suyos; que vivirán sabiendo que aquel a quien querían murió solo, sin su mano sosteniéndole la suya y diciéndole: «vete en paz». Hasta que nos toca, qué sabemos lo que es colgar una llamada, atónitos, que nos dice que alguien no pudo más. Nosotros, que siempre fuimos de ver para creer.

Estos días en que el confinamiento da para darle tantas vueltas a las cosas, vienen a visitarme todas y cada una de mis historias de muertes: aquellas, en las que casi perdí a quienes eran mi vida; otras, en las que sí se acabaron yendo o, incluso, del otro lado del reloj de arena, cuando he sido yo misma la de estar cerca de caerme del mundo. Como si por los cajones entreabiertos de la memoria pudiera encontraros la palabra exacta que suple el adiós no dicho a tiempo y no, no la encuentro. En su lugar, esta boba cabeza mía me devuelve como un bumerán a un hola. Ya veis, qué tontería? Justo lo opuesto a lo que ando buscando. ¿Con qué cara se planta uno ante quien ha perdido a alguien a decirle: «Hola»?

No sé si alguna vez le veremos el sentido a todo esto. Si algún día encontraremos en este mal de muchos el consuelo de alguno. Ni siquiera sé si habrá alguna lección oculta por aprender en esta maldita enfermedad que arrebata la dignidad de morir como esperábamos, como merecíamos; que nos priva incluso del protagonismo de nuestras propias muertes, confinándonos a pasar como un número más que crece el total de fallecidos en las noticias de las nueve. Y a los que nos quedamos nos veta del derecho humano de acompañar a quienes se nos mueren, de velar a unos muertos que debían ser nuestros y solo nuestros.

Pero repasando mis particulares historias de muertes y salvando las infinitas distancias con estas de ahora he descubierto que, en realidad, nunca dije adiós. Es decir, no en vida. Fue después. O a veces, incluso, mucho después. Creo que hasta el último grano de aquel reloj de arena que es la vida, a saber si por negación, por no sentir que tiraba la toalla, ¡quizá por la más grande de las cobardías! Todo lo que dije una y otra vez fue hola. Hola. Y este hola me traslada a una romanticona escena de película, en la que probablemente sea la mejor interpretación de Tom Cruise; Jerry Maguire. Su personaje irrumpe en la reunión de una especie de club de despechadas divorciadas para pronunciar ante su mujer-casi exmujer una segunda declaración de objetivos. De fondo suena un maravilloso Secret garden de Bruce Springsteen y él termina con un: «Te quiero. Tú me completas», que ella interrumpe: «Cállate. Me tenías con el hola. Me tenías con el hola».

Creo que sin ser en absoluto el antídoto al adiós no materializado, lo más parecido que encuentro, hoy, es ese botón secreto del hola. Como que hasta que no formalizamos un adiós (y por Dios, que hay que hacerlo), de algún modo, nos seguimos teniendo. Dicen que el sufrimiento es universal, pero yo estos días creo que no, que no es cierto. Que, como el amor, nada hay más individual y personal que el dolor y tampoco nada más difícil de aplazar en el tiempo. Pero nos toca, entre tantos sacrificios ya, el casi imposible de contener la necesidad de despedirnos de quien no podemos ver. De pausar la necesidad de abrazarnos a unos brazos que ahora no pueden envolvernos. Hasta que podamos decir adiós como se merecen y nos merecemos, habrá que dejarlo en un hola, y asumir que nos quedan un sinfín de abrazos pospuestos.

@otropostdata