Me asomo al balcón más que Julieta. Y eso que sé a coronavirus cierto que a Romeo, ¡Oh, mi Romeo! no lo voy a encontrar abajo. Estará, seguro, ideando las mil y una formas imposibles de huir de ese Castillo de If en el que se han convertido nuestras casas. Él, que preferiría navegar tras una ballena blanca, debe andar maldiciendo que el estado de alarma no le pillara a bordo del Nautilus o tratando de mantener los dos metros de distancia obligatoria con Long John Silver. En cualquier lugar, pero cerca de la aventura y lejos de este aislamiento de locura que nos condena a dar vueltas como Ben-Hur sin cuadriga, con las manos a la espalda, tratando de resolver el enigma del perro (también confinado) de los Baskerville. Hay que tomárselo con filosofía, me digo, volviendo del balcón, sintiéndome, por un instante, Mary Shelley en aquel año en el que no hubo verano. Por un instante, porque no se van de mi cabeza ni el Orán del doctor Rieux ni los siete pisos del terrorífico hospital de Buzzati. Así que me asomo a la ventana, ya no como Julieta, sino como una de las Isoldas, soñando con volver a ser una Durrell en Corfú, Alicia cayendo por un agujero oscuro para dar con mis posaderas en un mundo de inquietantes maravillas o una náufraga asalvajada de diez años que adora la cabeza de un cerdo. Da igual. Pero donde no exista el coronavirus. Como en los libros.