El día que se decretaba el estado de alarma dediqué mi última salida, no a arramplar con todo el papel higiénico del hipermercado, sino a atravesar el centro de la zona cero que es Madrid (contamos con la mitad de los afectados y fallecidos del país), para llegar literalmente al kilómetro cero, donde se encuentra el autobús de donaciones de sangre de la Cruz Roja. Sanidad había alertado que las donaciones habían caído y con cada vez menos gente en la calle, y con cada vez menos gente sana, las perspectivas eran alarmantes. Esa mañana fueron 191 personas; por la tarde, tras el llamamiento, 1.163. En defensa de mucha gente buena tengo que alegar que la información que nos llegaba era confusa: «Quédense en casa», «No acudan a los centros médicos si no es estrictamente necesario», «Nos estamos quedando sin reservas de sangre».

La policía municipal andaba aquella mañana, bajo un precioso cielo soleado que no hacía justicia alguna a lo que estaba por venir, entre los escasos bares y restaurantes aún abiertos informando, imagino, de las nuevas medidas que obligaban al cierre. Mientras, me pellizcó el corazón comprobar que las prostitutas seguían en pie de guerra sobre tacón de aguja en la calle Montera, apurando hasta el último minuto. Para cuando quise preguntarme «¿Quién puede ser capaz en estos momentos?» Ya me callé, porque de sobra sé que hay y habrá miserables, y si algo bueno hay que reconocerle a este virus (como a cualquier otra tragedia del mundo), es su capacidad de volver transparentes a las personas. De separarlas como agua y aceite: los indecentes caen al fondo del vaso, te empujan en el súper, andan escupiendo dragones y lagartos, babas peores que todos los Covid del mundo: que hacen los que les sale de los cojones, que esto no va con ellos, que total solo mueren los viejos, que saben más que los que saben. Los indecentes son de hacer ruido, pero cuando se ven en peligro, es más alto su bramar. En cambio, la buena gente, ¡ay, la buena gente! Se percibe por más (y quizá precisamente) en el silencioso encierro de sus casas. La sabes entre el personal sanitario, de seguridad, los voluntarios que se desloman, echando de menos a los suyos y sin saber si estarán llevándoles el veneno al volver a casa. La ves en la cajera que aún te saluda y te da las gracias, cuando ya no puede más. La intuyes recogiendo la basura, pasando un paño, una fregona o escudriñando estadísticas aquí y allá para que una noticia fiable, quizá, te haga obviar tantas mentiras que siembran un miedo y una discordia más contagiosa que la enfermedad. La buena gente se asoma o no a los balcones, pero seguro, pregunta a la vecina que vive sola, desde la trinchera de una puerta cerrada; toca, deja un táper y se va. La buena gente te envía una canción, una poesía; te llama y te pregunta qué tal lo llevas, y te hace reír a carcajadas ¡que donde entra la risa, el miedo sale por patas para no volver jamás! La buena gente te dice qué guapa eres y te hace el amor como si no hubiera Netflix, como si fueras un ángel de Victorias Secret en lugar de esa desquiciada que lleva una semana en chándal, y te miras al espejo y te das cuenta de que es verdad. La buena gente está acatando, que ya veremos luego qué pudimos hacer (si es que acaso pudimos hacer algo) para que esto no sucediera, pero que ahora lo urgente es que esto pase y hace lo que está en su mano para que lleguemos al otro lado, cuanto antes, pero sobre todo, juntos. Sobre todo, todos.

En 'Más allá del 11 de septiembre', el psiquiatra sevillano Luis Rojas Marcos, narra sus experiencias cuando era presidente del sistema de hospitales públicos de la ciudad de Nueva York:

«En los minutos, horas, días, semanas y meses que siguieron a los ataques terroristas en Nueva York y Washington la mañana del 11 de septiembre de 2001, nadie se libró de ver el desfile interminable de personas desprendidas y abnegadas que con sus actos altruistas contradecían aquello de 'el hombre es un lobo para el hombre'. Por cada uno de los diecinueve fanáticos suicidas que raptaron y convirtieron los cuatro aviones de pasajeros en misiles devastadores, millones de ángeles anónimos brotaron por todo el planeta».

Que sí, que sí, ¡soy irremediablemente positiva! Y a estas alturas del partido, de eso, no me quiero inmunizar. Y quiero (o quizá necesito) creer, agarrarme a los ángeles de carne y hueso. En este irreconocible mundo nuestro, mientras nos pellizcamos y todo sigue igual, sé que los ángeles siguen ahí, pululando alrededor. Lo sé porque me llevé unos cuantos en la retina y por una docena de puteros que corrieron a comprarse una mujer en Montera, hubo casi mil quinientos que emplearon sus últimas horas en ir a donar sangre, y después se encerraron a cal y canto, pero ahí andan ¡seguro! Desde las cuatro paredes de sus casas, batiendo sus alas, viendo qué más pueden hacer. Por ti. Por mí. Brotando por todo el planeta, hay un montón de gente buena.

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