El rey Hierón II de Siracusa entregó un lingote de oro puro a un orfebre al que encargó una corona. Sin embargo, con la corona ya en la cabeza y la mosca tras la oreja, empezó a sospechar que a pesar de que coincidía en peso con el oro entregado, quizá, el orfebre le había hecho la 13-14 y encomendó a Arquímedes la tarea de averiguarlo. ¡Bueno era Arquímedes cuando le ponían un reto! Andaba el hombre viendo cómo calcular la densidad de la corona sin tener que volver a fundirla cuando, a saber si su mujer le pegó un grito desde la cocina y le mandó darse un baño que ya casi estaba la cena, pero Arquímedes, al adentrarse dentro del agua de la bañera y percatarse que esta desplazaba exactamente el volumen de su cuerpo serrano, dio un grito, que la mujer debió pensar que estaba demasiado caliente, o demasiado fría, pero no. Exclamó: «¡Eureka!», que en griego y con h significaba 'lo conseguí'. Y sin poder contener la alegría, se fue dando saltos por la calle y en pelotas con su mujer, quizá, corriendo detrás tratando en vano de alcanzarle una toalla. Se conoce ahora como Síndrome de Eureka a la clarividencia de ver una respuesta ¡algo! Que, hasta el momento, era una utopía. Por cierto, le buscó un buen lío al orfebre que, efectivamente, había sisado oro y lo había reemplazado por plata cuando, de todos es sabido, tiene una densidad gramo partido por centímetro cúbico de 10,5 en lugar de 19,32.

Pero otro de los muchos méritos de Arquímedes fue descubrir de una manera muy aproximada lo que hoy llamamos pi, pero en tiempos de Arquímedes, valga la redundancia, se llamaba constante arquimediana y que se cambió por la primera letra (griega) de periferia. Y es que pi es, en boca de nuestra Real Academia: «Número transcendente 3,141592? que expresa el cociente entre la longitud de la circunferencia y la de su diámetro». Nada que ver con aquella otra cuasi definición del Antiguo Testamento en referencia al templo que construyera Hiram de Tiro: «Hizo asimismo un mar de bronce fundido, de diez codos de un lado al otro, perfectamente redondo y ceñíalo alrededor un cordón de treinta codos». Intentad, intentad ir a un matemático y explicarle un cálculo, así a ojo, y en codos, a ver si salís vivos. Pero como cantaba María Jiménez poniendo vozarrón a Sabina: «Antes de que me quieras como se quiere a un gato, me largo con cualquiera que se parezca a ti», y entre los matemáticos hay otra constante con nombre de letra griega que fue ganando followers: tau. Yo, la verdad que ni de tau, ni de pi que, a mí, lo que me pone, lo que verdaderamente me pone es una buena sucesión de Fibonacci, pero esa es otra historia. En el gremio, entre tau y pi, tal que si se jugara un Madrid-Barça, no valen los grises. Y los defensores de tau alegan con gesto muy serio que lo que hay que medir, puestos a medir, es el radio en lugar del diámetro. Es decir, por simplificar la cosa: tau es 6,28; el doble de pi.

Pero pi es mucho pi y hasta tiene su propio día en el calendario: 14 de marzo, basado en el anglosajón 3,14 ¡Y música! Una de tantas composiciones de quienes se aventuraron a intercambiar dígitos por notas, fue el pegadizo: What pi sounds like de Michael Blake. Pero raudo y veloz saltó el también músico Lars Erickson a acusarle de plagio por las muchas similitudes con su Pi Simphony. Ahí, un juez de Nebraska, dio un mazazo en la mesa sembrando jurisprudencia (por cierto, un 14 de marzo), decretando que pi era una melodía no registrable cuanto basada en números que no son de nadie y, por lo tanto, son de todos.

Pero pi tiene también su propio concurso de recitar decimales, cuyo record Guinness desde 2015 ostenta Rajver Meena, un estudiante indio, que fue capaz de recitar de memoria 70.000. El mérito no está en que desbancara al chino Lu Chao y sus 67.890 dígitos, sino que Chao empleó 24 horas y 7 minutos y Meena, tan solo 9 horas y 27 minutos.

Y aunque nos 'bastan' los 39 primeros dígitos de pi para calcular la circunferencia del universo con un error no mayor al radio de un átomo de hidrógeno, a lo largo de la historia ha habido quienes han dedicado su vida a hallar más de estos tropecientos decimales. Entre los últimos, el japonés Shigeru Kondo que rebasó los 10 billones. Su ordenador tardó casi un año en completar las operaciones y a punto estuvo de fracasar cuando el tsunami que azotó la costa este de Japón y mató a 18.000 personas, dejó al país sin electricidad. Salvó tan magna tarea que el matemático, por prevenir cualquier inconveniente, estaba conectado a otra red.

Pero ¿por qué? ¿Por qué mentes brillantes, con todo lo que hay por hacer, dedican su vida y talento a una tarea aparentemente tan agotadora como poco útil? ¿Eureka? ¿Una utopía? Creo que la respuesta la tenía Eduardo Galeano cuando dijo: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar».

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