Mi hijo me reenvía un artículo publicado en Verne: 'Nos llevamos 54 años y somos compañeras de piso'. Lo hace con la mejor intención del mundo, convencido de que caeré rendida ante el bonito final feliz de dos mujeres que la precariedad ha unido y mira, se llevan bien. Aún antes de leerlo, solo tras el subtítulo: «Así sorteamos los precios de los alquileres y la soledad de los mayores», ya noto que se me hincha la yugular (porque a falta de pelotas, es la parte del cuerpo donde se me concentra la indignación) y le respondo que empiezo a estar cansada de que nos vendan que compartir piso es guay, pero que por supuesto, no va por nosotros y que gracias por haberme resintonizado los canales del televisor. Porque soy muy espabilada en muchas cosas, pero los mandos de la tele los carga el diablo y como me pille uno de esos días de la yugular hinchada, no respondo de que no lo vaya a lanzar.

Pero vuelvo a mi hijo y es que, a estas alturas de nuestros respectivos partidos, convivo con este hombre en Madrid. Ajá: convivo. No es en absoluto que él no haya abandonado el nido, sino que yo y solo yo, me he plantado, ¡no sin avisar! Caramba, que soy civilizada, pero sí sin preguntar, a vivir con él. Mi hijo lo explica mucho mejor con dos frases: «No es que no me vaya de casa, es que cuando lo hago mi madre me persigue»; y (mi favorita): «Es que se cree que la casa es suya porque la paga ella». Y tengo que decir que nos llevamos de lujo, a pesar de tropezar continuamente en los escasos 40 metros de esto que además de nuestra casa, es mi espacio de trabajo y que son muchísimos más de los 27 metros en que vivía y trabajaba en Ibiza ¡pero sola! Que no es que fuera para darse con un canto en los dientes, es que era una especie en extinción. No me quejo, que me consta que soy una privilegiada, que también soy la legítima propietaria de un piso de 80 metros cuadrados en Palma que, en realidad, eran pocos cuando lo compré hace dos décadas, cuando los muchísimos anuncios siempre rezaban: «Nueva promoción, pisos desde 95 metros cuadrados, 3 dormitorios y 2 baños». Y yo me preguntaba y aún no me he respondido (en este punto me siento un poco Almeida): «¿95? ¿Por qué 95 y no 90 ó 100?» Pero ese era el mínimo estándar, y claro, mis parientes trataban en vano de advertirme de que «se me iba a quedar pequeño enseguida». Así que un piso en propiedad, uno de alquiler ¡en Ibiza! Y otro en el centro de Madrid en los que repartir hijos y trabajos. Solo me faltaba otro en Barcelona para que me llegara un inspector de Hacienda somos todos porque son las ciudades más archifamosas por lo caro que es vivir, pero, allá ellos, que yo hace mucho que noto en falta una casilla de: «¿Hace croquetas con los restos del cocido?»; «Sí», «No», «Por supuesto» y que explicaría casi todo lo demás.

Pero para vivir en 27 metros hay que ser muy 'apañao' y eso ha de ser una opción, no algo impuesto. Y compartir, da igual que lo decoren de: «Te permite tener dinero para otras cosas», «Conoces gente», «Aprendes a ser organizado»€ Compartir piso no es guay. Ni tener treinta años y seguir en casa de tus padres; ni que no puedas irte a vivir con tu pareja porque dos solos no alcanza; ni que lo hagas pero renuncies a tener hijos porque no hay espacio, o no hay dinero para el espacio; ni que tus hijos tengan que aguantar convivir con dos padres que no se soportan, con papá mudado a la litera de arriba o al cuarto pintado de princesas porque la hija ahora duerme en la cama de mamá; ni que si sí te separas, te vuelvas a casa de tus padres; ni que tus padres no puedan, ahora que se han jubilado, vivir su vida y montarse el soñado taller de pintura o de maquetas porque el hijo hecho y derecho vuelve con la frente marchita y, una semana de cada dos, o los findes, vengan además los nietos ¡no de visita! Sino a vivir.

No es guay tener un metro cuadrado en un huerto urbano porque en casa no te cabe una maceta. No es guay pasar los cuarenta y que lo único que hayas podido escoger de las casas en las que has vivido sea la funda del edredón. Ni que no tengas ni idea de dónde estarás en dos años, si te echarán o te subirán, que es, en realidad, lo mismo. Ni vivir en un balcón, en un garaje, en una furgoneta. No tener espacio, intimidad, dignidad. Ni que quede tanto mes a final de sueldo. No es guay descargarte una app para comprar chollos de comida que va a caducar mañana, o vestirte de ropa de segunda mano, o reutilizar los botes de los yogures. Ni guardar los pantalones enrollados como canutillos en tu cajón de la cómoda de Ikea y desechar los que no caben, no porque de mayor quieres ser Marie Kondo, sino porque no te cabe ni uno más. No, no y no, si no lo haces porque te da la gana, sino por pura necesidad. Y es este un asunto tan grave que debería ser siempre una de las prioridades de las políticas aquí y allá.

Perdón, que no soy yo, que es mi yugular la que me obliga a decirlo: compartir piso no es guay.

@otropostdata