En el edificio del antiguo ayuntamiento de Praga, en la Ciudad Vieja, se exhibe uno de sus orgullos nacionales: el reloj astronómico. No había nada parecido. Cuentan que tanto gustó aquel fruto de 80 años de trabajo del maestro Hanus, su constructor, que quienes realizaron el encargo decidieron dejarle ciego para evitar que lo repitiera en otro lugar. Lo flanquean cuatro figuras; tres simbolizando los pecados capitales: la avaricia (representada por un mercader judío); la lujuria (un príncipe turco) y la vanidad (un hombre que se mira al espejo). Los acompaña un esqueleto que representa la muerte. Cada hora en punto desde 1490, las figuras se ponen en movimiento: los pecados niegan con la cabeza, recordándonos lo que no debemos hacer, mientras que la muerte asiente, invitándonos a pecar.

Entre la muchedumbre de turistas observo la paradoja de la cantidad de caras que se miran ensimismadas, palo de selfi en mano, dando la espalda a un reloj y aunque siento el impulso de decirle a alguno: «¡Por favor, gírate! ¡Te lo estás perdiendo!», no lo hago, y vuelvo al inútil intento de asimilar los infinitos detalles de esta asombrosa coreografía diseñada hace más de quinientos años.

Cerca de allí está el fastuoso Puente de Carlos y en cada una de las treinta estatuas que lo decoran me encuentro el mismo espectáculo de palos de selfi que aquí, además, se alterna con multitud de chicas monas, pero ninguna sola, sino acompañadas por un novio que las mira tanto como ellas mismas. El novio les sujeta el bolso, la bufanda, el abrigo para que posen como si no estuviéramos a cero grados. El novio obedece las instrucciones precisas para encuadrar la foto perfecta con apariencia de casualidad mientras trepa por las paredes, se agazapa entre los charcos de escarcha, para satisfacer la vanidad de la novia antes de que perezca congelada. No puedo evitar, viendo el río Moldava, acordarme de Narciso, que murió ahogado ensimismado viendo su bello reflejo en el agua ignorando a sus muchas pretendientes de carne y hueso. Espero con paciencia mi turno para acercarme y observar cada fría estatua tratando de comprender por qué están allí; qué historias esconden detrás sus tristes figuras, pero apenas me da tiempo a descifrar ninguna. Me apiado de los novios que aguardan cargando ropa con un móvil en la mano. Me apiado incluso de las chicas, vástagos de Narciso, tan ligeras de ropa y me marcho para que puedan continuar, mordiéndome, de nuevo, ese impulso de agarrarles de los tirantes de la blusa y gritarles: «¡Venga, va, estás en el Puente de Carlos! Por lo que más quieras, ¡gírate!». Y me acercaría al novio y le susurraría, mientras hace ráfagas de fotos: «Esa es la estatua de San Juan Nepomuceno, que fuera confesor de la reina Juana de Bavaria, pero su marido, Wenceslao IV trató de sonsacarle si le era infiel y, al negarse a romper el secreto de confesión, el rey furioso lo mandó lanzar al río en este lugar exacto y, cuentan que si pones tus manos sobre sus pies, te concede un deseo».

Me doy cuenta de que también yo estoy pecando: de soberbia. No los conozco en absoluto. Me marcho, posando cuando me dejan mis manos en las heladas estatuas, pero reconozco que, a ratos, me gustaría seguirlos, poder observarlos desde fuera del agujerito del objetivo de sus móviles y ver qué viene después. ¿Qué pasará cuando se quedan sin batería? Y quiero creer que llegan al hotel y ella se baja de los tacones y se pone zapatillas y dos pares de calcetines y grita algo del tipo: «¡Pero qué frío hace, cojones!». Que se van a una taberna con manteles de cuadros y se comen a pachas una sopa goulash servida dentro de un pan de pueblo y que se parten de risa porque un trozo de perejil se le atascó entre los dientes y no se va, no se va. Que se sientan en un pub con chicles pegados bajo la mesa y les da lo mismo porque comparten brindis y secretos. Que se despiertan sin maquillar y con los pelos en cualquier posición y que es el momento exacto en que él la encuentra, más que guapa, divina. Que a ratos ese like de él es el único que le importa en el mundo. Que lo de las fotos de Instagram es una mierda pinchada en un palo y que, dentro de unos años, todos los recuerdos que les quedarán tendrán que ver con el uno y con el otro, con todas las cosas importantes e íntimas que se dijeron. Que uno de los dos ¡cualquiera! al subir al castillo de Praga exclamó: «Algún día volveremos y nos casaremos aquí». Que hicieron el amor como locos y el conserje tuvo que subir dos veces para llamarles la atención porque la pareja aburrida de la habitación de al lado se había quejado de que no podía dormir y envueltos solo en una toalla y sin entender ni papa de inglés solo le repetían: « Yes, yes, yes». Seguro, seguro que se vuelven humanos y? llamadme optimista, pero hasta incluso apostaría que, de vez en cuando, se apagan el móvil y la vanidad y la muerte con el rabo entre las piernas, se va a asentir a otro lugar.

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