Empiezo este artículo entre las paredes de los barracones de Auschwitz sin saber dónde lo terminaré, aunque cada vez más a menudo siento que las historias no empiezan ni terminan, sino que acaban transmutándose en otras. Quizá la Historia, en mayúsculas, no sea más que la sucesión de historias y cada una de ellas, por pequeña que sea, va íntimamente ligada al resto, como cada gota de agua forma un mar. Es más, probablemente este artículo empezara años atrás, cuando visité Sachsenhausen, en Oranienburg. Aquella primera vez que un ' Arbeit macht frei' se me clavó en los ojos. O quizá empezara entre las lápidas del Monumento del Holocausto en Berlín. O en Brooklyn, en un mundo de tiendas kosher con acento yiddish formado por los miles de judíos huidos de las garras del fascismo alemán. O quizá en Venecia, al visitar el primer gueto del mundo. O en Budapest, al enfrentarme a esos 60 pares de zapatos frente al Danubio que conmemoran los millares de judíos obligados a desnudarse y descalzarse antes de ser lanzados al río. O quizá empezara apenas ayer, resguardándome del frío en una cafetería del gueto de Cracovia. Allí, una bonita camarera, polaca y judía me daba conversación y nada hay mejor para conocer un lugar que conversar con los lugareños. Mientras recogía la mesa me preguntaba si, quizá, me dirigía ahora a las Minas de sal y le contesté, muy atenta a su gesto, que en realidad iba a Auschwitz. Ya he aprendido en otros viajes que hay palabras que duelen. Por ejemplo, Titanic en Southampton; Auschwitz en cualquier rincón del mundo. Asentía ya sin sonreír. Le pregunté si había estado y, tal y como ya había visto antes en Alemania, me contó que era una visita obligada cuando eres estudiante.

Tras el cierre de Sachsenhaussen, el campo de concentración fue abandonado entre vergüenza, pero cuando el hambre y el frío llevaron a los vecinos a desmantelarlo para utilizar cualquier elemento como combustible, el gobierno decidió protegerlo. Reconstruyeron algunos barracones convencidos de que había que conservar, también, ese pasado. A días de abrir, un grupo de neonazis prendió fuego a lo que consideraron un homenaje al pueblo judío. Uno de los barracones quedó calcinado y en lugar de restaurarlo, se tomó la decisión de dejarlo tal cual, protegido por unas paredes de cristal, como símbolo de que no, el odio no es pasado y que cualquier cosa terrible podría repetirse. Y así abrieron sus puertas con el lema ' Never forget' (Olvido nunca). Efectivamente, su visita es obligatoria para los estudiantes porque el gobierno alemán consideró que esconder las miserias pasadas bajo la alfombra, no conllevaría el olvido y que había un grave riesgo de que la verdad se perdiera entre rumores y mentiras y en sus políticas públicas se encuentra la obligación de salvaguardar la verdad.

Pero la camarera judía añadió que «así aprenden sobre la crueldad de los alemanes». Traté de corregirla y decir que no «los alemanes», en global, en presente, sino de «aquellos», ¡muchos! Pero en pasado. Se alejó visiblemente incómoda con los platos vacíos repitiendo ya para ella, que sí, que «la crueldad de los alemanes».

No dijimos una palabra más. Saltamos a cualquier otro tema agradable y, sobre todo: común, porque ambas entendimos que su perspectiva y la mía, nada tienen que ver. Solo en Auschwitz acabaron 300.000 polacos y más de un millón de judíos, ¿quién soy yo para opinar? Pero, sin embargo, también entenderá el lector que, entre estos barracones, ahora, que se cumplen 75 años de este terrible, incomprensible, injustificable genocidio, esta perspectiva mía también es distinta. Y a la fuerza me llegan a la piel de otro modo las noticias sobre un pin parental o incluso, sobre lo que representa un triángulo invertido. Yo misma os lo explico: Una de las primeras maneras de deshumanizar a los presos era reemplazar su identidad individual por una simple etiqueta: una estrella amarilla marcaba a los judíos; un triángulo invertido al resto: rojo para los presos políticos (hubiera pruebas de que sus ideas eran un riesgo para el nazismo o no); negro para los asociales, en su mayoría gitanos, pero también discapacitados; verde para los criminales, especialmente alemanes, utilizados como ayuda a las SS para las tareas más sanguinarias; morado para los testigos de Jehová; rosa para los homosexuales; azul para los apátridas, entre los que se encontraban la inmensa mayoría de los miles de españoles asesinados, ya que el régimen franquista consideraba que estar en oposición implicaba no ser español.

En el pabellón 4 de Auschwitz me recibe una frase del filósofo español Jorge Santayana: «El que no recuerda su historia está condenado a repetirla». ¿Qué os podría decir yo? Si apenas traigo una historia que ni siquiera sé cuándo empezó ni dónde terminará, pero sí creo, ¡siento! Que depende de ti y de mí, de todos nosotros, que acaso tenga un final feliz.

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