Hace unas semanas estaba a punto de aterrizar en mi vuelo Madrid-San Sebastián en plena alerta naranja cuando el avión empezó a sacudirnos como si fuéramos hielo pilé en una coctelera. Nada del otro jueves, que los ibicencos llevamos muchos aterrizajes en aviones de hélices en el cuerpo, pero mi compañera de asiento me dejó claro que no tenía sangre ni vasca ni ibicenca, ambas muy de agradecer cuando vienen turbulencias. De modo que, sin mediar palabra, le tomé de la mano y le hice un chiste que llevo de fábrica para situaciones así: «Tranquila, que hoy no nos vamos a morir. Si lo sabré yo que me voy a casar y aún no conozco a mi marido». Aquí tengo que añadir que habíamos intercambiado un escueto saludo de cortesía al levantarnos para dejar sentar a la otra. Nos habíamos mirado lo mínimo imprescindible que requiere el protocolo del momento, pero por descontado, el resto del vuelo, cada una en sus labores (menudas siestas me pego yo haya la alerta que haya), no nos habíamos vuelto a mirar. A veces pienso en lo triste que es que, si el avión sí cayera, o el tren chocara, o un terremoto desintegrara el ascensor en que viajamos, no sabríamos decir quién viajaba a nuestro lado. Es decir, describirle con alguna proximidad: «Era un hombre, una mujer, sobre los cuarenta. Quizá llevaba una bolsa». Pero poco, muy poco más. Excepto si tienen miedo. Ahí, sin permiso, les tomo la mano y quizá, si veo que el miedo es mucho, les salto con la historia de mi futuro marido. Nunca me han protestado. Nunca me han dicho: «Oye, qué confianzas son estas, que el que está casado soy yo». Lejos de eso, se agarran como lapas, como parturientas, como si estuviéramos en un precipicio y de soltarse, cayeran al vacío. Me agarran tanto que a veces soy yo la que tiene que decirles: «¡Hey, hey, con calma! Imagina que conozco a mi futuro marido hoy. A ver cómo le explico que llevo la mano morada». Otras, cuando ya estamos en tierra, con los motores parados y esas prisas que te entran por abandonar el avión, con la mitad del pasaje ya de pie, aunque sigamos cerrados a cal y canto, yo, no les digo nada, pero les dedico una mirada descarada alternando la suya aún con las pupilas dilatadas y mi mano sin riego hasta que, tras tres, cuatro pasadas, se percatan y al fin, de sopetón se disculpan y me sueltan.

Entonces, porque quizá el roce hace el cariño, pero requiere más tiempo, pero la confianza es automática cuando te has sentido en peligro y una mano amiga ha aparecido de la nada a treinta mil pies de altura, mientras titubean «gracias», me preguntan, ya calzándonos las chaquetas y bufandas, si es cierto lo de que no tengo marido. «Has visto la muerte de cerca (que no, que os digo yo que no se iba a morir), has vuelto a nacer y ¿la primera duda existencial que te surge, es mi estado civil?». Ese es mi siguiente chiste, con gesto escandalizado, a modo de respuesta. Cosas del pánico, seguro, pero también sospecho que es en ese preciso instante cuando se tienen en los picos más altos los atributos físicos, que no están en el cuerpo serrano que los porta, sino en las pupilas dilatadas que lo miran. Creo que aunque el superviviente esté felizmente casado, no hay nada más atractivo, incluso incluso obviando por un rato estos brazos flacuchos o estas orejas saltonas, que el que alguien te haga sentirte a salvo. Y sin pestañear, y con mis pupilas sin inmutarse lo más mínimo, les cuento que confío montones en mi instinto y que cuando alguna vez el vuelo se pone violento, busco en mi cuerpo y? nada. Que no me da la sensación por ningún lado de que vaya a morirme. Que no, que no me toca. Que tengo mucho aún por hacer y que ¡por supuesto cabe la posibilidad de que me equivoque! Pero como que prefiero que la muerte me pille, igual que me pilla la vida, por sorpresa. Y ya, si tardan mucho en abrir la puñetera puerta que nos estamos agobiando, caramba, quizá les cuento alguna anécdota de un despegue en La Habana donde el avión no subía por mucho que lo intentaba, que pensaba que íbamos a desgastar las ruedas de tanto, como dice la canción, rodar y rodar. O de India una noche de tormenta, desde no sé dónde a no sé dónde que, a pesar de los intentos de aterrizar y los saltos, y de los saltos e intentos, no lo logramos y con las cosas cayendo y el pasaje gritando que no había manera de echarse la siesta, nos acabamos yendo a otro aeropuerto por donde Shiva perdió la zapatilla porque, dijo el comandante: «ya no quedaba combustible». Lo más tranquilizador que se le puede decir a un pasaje presa del pánico, crea en la reencarnación o no, vaya que sí.

En fin, que por ahí tengo un futuro marido que no sabe que lo es, pero a modo de pista, de tanto en tanto, especialmente cuando estamos en alerta naranja, las pupilas quizá no se le muevan, pero le zumban los oídos como si un ATR72 se le hubiera metido dentro. Tranquilo, amor mío. Te lo explicaré, te lo explicaré.

@otropostdata