Eran otros tiempos. Los Reyes Magos eran los Reyes Magos y no competían con nadie más. ¡Por supuesto que existía Papá Noel! Que lo veíamos en las películas en blanco y negro de la 1 que no era «la 1» sino «la tele» porque no había, tampoco en esto, nada más. Pero lo de Papá Noel parecía un cuento como todo en aquellas películas de mujeres peinadas con tirabuzones rubios y niños que desayunaban cuencos de cereales en lugar de galletas o pan con cosas, qué barbaridad.

Eran otros tiempos. Los Reyes Magos eran los Reyes Magos y les habíamos escrito con antelación suficiente, y nuestra mejor letra, y dibujos al final, una carta, en la que en riguroso orden argumentábamos por qué habíamos sido buenos niños y en que, quizá, solo regulares, pero prometíamos enmendar. Después, siempre siempre, pedíamos paz en el mundo, que ningún niño pasara hambre, que ninguno muriera por enfermedad, que los abuelos fueran eternos y ya, después, un regalo ¡uno! Al principio, un poni, que por mucho que tu madre se empeñara en convencerte de que no te lo iban a traer, que no cabía y daba mucho trabajo, tú sabías que la magia es la magia y que vaya que cabía, y que de verdad que lo cuidarías tú. Tras años encontrando en su lugar alguna muñeca de tirabuzones rubios como en las películas de Papá Noel, con postura rígida y ojos de pez muerto, aprendías la lección: la magia es la magia, pero está en otro lugar, y pasabas al plan B y puestos a no tener poni, pedías un disco de vinilo, un libro, o pinturas de verdad para no seguir pintando mezclando colores en pasta de dientes.

Eran otros tiempos y la cabalgata de los Reyes Magos, junto a los fuegos artificiales de San Bartolomé eran las dos únicas ocasiones en que mi madre se arremangaba y nos íbamos «al pueblo», porque así llamábamos aquel desplazamiento de dos kilómetros a pie del campo al núcleo urbano de San Antonio: ir al pueblo. Nos ponía nuestra mejor ropa y después, mucho abrigo, porque el cambio climático quizá asomara en las películas americanas donde la nieve se hacía con palomitas de maíz, pero lo que es aquí, hacía un frío del copón. Mi padre no venía, claro que no, con el frío que hace, pero sobre todo porque a él solo le movían de casa las carreras de ciclismo, que le gustaba mucho verlas cuando llegaban a s'Alamera y no se cansaba ni de las llegadas, ni de construir estantes donde alojar tantos trofeos como ganaba mi hermano a pesar de que era tan alto que (eran otros tiempos) hubo que empezar a fabricarle los cuadros de las bicicletas a medida.

Eran otros tiempos y los caramelos valían lo que deberían valer los caramelos y cada pieza cazada a vuelo en la cabalgata era tanto o más trofeo que los de mi hermano en la Carrera del Pavo. Celebrabas hasta cuando encontrabas, ya de regreso a casa, uno solo un poco pisado.

Eran otros tiempos y los Reyes Magos eran los Reyes Magos y por más que luego vieras en televisión (la única del mundo mundial) imágenes de otros Reyes, quizá en Madrid, o en Alicante, aunque para nada eran los que acababas de ver, que a veces parecían una mujer con barba postiza, o incluso, un negro pintado con chocolate porque las orejas le asomaban del mismo color sonrosado por el frío que las tuyas propias, aún así, no había duda: los tuyos eran los de verdad. Y hasta podías vislumbrar cuando Melchor, o Gaspar, te habían mirado por un instante y ahí sabías que era el que había leído tu carta y, caramba, hasta por un rato estabas convencida de que este año sí, aunque hubieras pedido un libro de Enid Blyton, habría un poni, acurrucado en postura apacible bajo un árbol de Navidad. Así que te ibas deprisa deprisa a casa, le restregabas a tu hermano que tenías tantos caramelos más que él, pero sin escarnio excesivo, que con todo lo que llevabas hecho bien hasta el momento, no era cuestión de arruinar tus relaciones con los Monarcas de Oriente. Cenabas poco porque de los nervios se te había cerrado el estómago; dejabas preparado, muy bien colocaditos los turrones, un plato a los Reyes y sacabas la botella de hierbas ibicencas hechas en casa con tres copitas y un puñado de algarrobas en el suelo de la cocina, que ya me contaréis, si cabían tres camellos, cómo no iba a caber un simple poni que, además, iba a dormir conmigo.

Y ya, te ibas a dormir recordando aquel gesto de Melchor, o Gaspar, absolutamente convencida de la complicidad que había en él y repasabas mentalmente todas las aventuras que tendrías para contar cuando volvieras el lunes al colegio y ahí se cruzaba, traicionera, la imagen de la última cuchufleta de tu hermano envidioso por tus caramelos que se reía de ti diciendo que anda que un poni, que lo único que te ibas a encontrar era carbón en los zapatos. Pero en aquel momento, tú no, que eras la mejor niña del mundo, sino el poni que dormía aún en el regazo de tus pensamientos, se acercaba, se comía el carbón, resoplaba y se dormía otra vez.

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