No conozco una sola persona que haya abandonado su tierra y a sus seres queridos y arriesgado todo lo que ama y tiene para «vivir de las ayudas sociales».

Mis padres se fueron porque el campo les devolvía hambre por sudor, y nunca dejaron de añorar el único lugar del mundo en que no eran forasteros para otros. Mi cuñado sobrevivió a la masacre de la ciudad de refugiados donde había nacido, ya apátrida desde la cuna.

Mi sobrina y su novio buscaron empleo en Londres, como tantos miles, cuando acabaron la universidad, y escucharon insultos sobre los «parásitos» españoles, porque este su país les negaba el trabajo. Mi amigo Hassan, vendedor ambulante, aspiraba a conseguir papeles y terminar los estudios de medicina, que tuvo que interrumpir por necesidad. Shamir, en cambio, sólo quería reunir dinero para casarse y fundar una familia. Después de años levantándose antes del alba para faenar, hoy arrulla a una bebé preciosa...

Todos ellos y más tenían razones muy poderosas para emigrar y han soportado en algún momento el desprecio de una parte de esta sociedad de «nuevos ricos» que ha olvidado la historia de sus abuelos y alerta sobre unos «invasores» armados únicamente de valentía y ganas de trabajar.

A mí también me preocupa la ruta de pateras desde Argelia, pero sólo por los chavales que mueren en el camino. Ellos no vienen a quitarme nada sino a labrarse un futuro y quien habla de las subvenciones y pensiones que van a recibir, miente. Ni esas ayudas existen ni ninguno pone en peligro su vida por una limosna, así que no intoxiquen. Hacer cola ante un banco de alimentos no es el sueño de nadie, sino el fracaso de todos.