De niña iba a comprar leche al colmado. Cruzaba los campos colindantes, separados por vallas de piedra y ya estaba. Nada de tetrabriks ni modernidades de esas. Nada siquiera de estas botellas de cristal vintage de las pelis americanas. No, iba con una lechera de un litro, de aluminio y con las abolladuras propias de los muchos años. Sé que no debería contar estas cosas, que mis hijos se aturden y me preguntan cosas como que si cuando era pequeña existían los coches, que les contesto simultáneamente que los desheredo y que ¡por supuesto que sí! Entonces ellos, viendo peligrar su ya de por sí flaca herencia, me dicen que tampoco me ponga así, que si había coches cómo es que nadie había inventado los tetrabriks.

Cruzaba de vuelta los campos de trigo sin hacer muchos aspavientos para no derramar la leche y, nada más llegar a casa, la hervía. Esa era la manera de la época de pasteurizar. A los lectores de la generación milenial aprovecho para explicarles que, cuando la leche era de verdad, se formaba encima una gruesa capa de nata, casi de goma, que podías retirar pellizcándola con dos dedos y que los gatos se relamían al verte llegar.

La cuestión es que el propietario del colmado, si no estaba hasta arriba de señoras con bata llevándose huevos también en su propia huevera de plástico, o legumbres a peso, o despotricando por el precio de las hortalizas, le gustaba evaluar mis conocimientos sobre cualquier cosa y a mí, que no me daba ningún miedo aquel señor detrás del mostrador, le contestaba con total seguridad. Me ponía retos, del tipo adivinanzas payesas que tenía que resolver de un día para el otro y, claro, a falta de Google, no me quedaba otra que discurrir. Pero lo hacía y a la mañana siguiente, llegaba con mi lechera vacía y esperaba a que las señoras se decidieran por qué patatas querían. Cuando llegaba mi turno, me miraba farruco y yo, le daba la respuesta certera. Ese señor debía haber sido mi maestro de matemáticas y no Don Francisco que ponía preguntas en el examen que a mí, a ratos, me parecían un idioma inventado.

El señor del colmado se venía arriba, en primer lugar, porque mi madre decía que cada vez nos ponía menos leche y yo juro que no derramaba ni una gota, que iba discurriendo, pero con cuidado. En segundo lugar, porque los retos eran ya propios de Silicon Valley. Así, tras dar por válida mi última solución a sus problemas, pero con gesto de perdonarme la vida, como que no fuera para tanto, puso la más desafiante de las miradas que, si llega a entrar una señora con capazo, se va por donde ha venido así tengan que comer restos del día anterior. Me señaló unas bolsas de caramelos que tenía en una zona protegida del mostrador, como si fueran Rolex de oro en una joyería y me dijo que si era capaz de resolver un reto para la mañana siguiente, una sería mía. Alterné mi mirada en la suya y en las chuches, en las chuches y el señor, y chocamos esos cinco, que era la manera civilizada de firmar un pacto entre caballeros en el póker y en el colmado. Estaba en juego lo más preciado para los dos: para mí, los caramelos; para él, su dignidad. Me dijo entonces que el reto era formar una frase utilizando únicamente las notas musicales, sin repetirlas y con sentido. Una frase de siete sílabas.

—¿Existe? —Le pregunté.

—Existe. —Afirmó con rotundidad.

Y me marché tan deprisa que ni comprobé si el litro era un litro y no casi, para hervir la leche y encerrarme en mi cuarto con un mini Larousse a ponerme a calcular combinaciones de notas. ¡5040 que hay?!

A la mañana siguiente, llevaba mi lechera y mi respuesta. Y una cara de satisfacción como quizá no he vuelto a tener jamás. Él terminaba de cobrar arroz a granel a una señora con rulos. En cuanto se marchó, se puso en jarras cual si fuera Peter Pan en el alféizar de una ventana y me dijo chulesco:

—Ajajá, ¿a que esta vez no lo has conseguido?

Y yo, por respuesta, le di mi exacta combinación de notas. Me miró con incredulidad y me dijo titubeando:

—Mmm, no. No es esa.

—¡Cómo que no es esa! —Exclamé— «¡Todas las notas, sin repetirlas y con sentido!»

—Ya, pero la que yo me sabía es otra. —Y me la dijo.

—¡Pero no me dijiste que tenía que adivinar la que tú sabías! ¡Me dijiste «todas las notas musicales, sin repetirlas y formando una frase con sentido»!

Y repetía y repetía mi frase para que el cabezota reconociera mi victoria y me diera mis legítimos caramelos. No sucedió y ya nunca más acepté sus retos. Compraba la leche, revisaba que fuera un litro cuadriculado y me iba mientras él reía de verme enfurruñada, pero estoy convencida de que también un poco? me echaba de menos.

Y no he revelado ninguna de estas dos frases con premeditación y alevosía para que el lector asuma, si quiere, el reto. Mi frase fue en castellano; la del injusto propietario del colmado fue en ibicenco. Yo creo que si el lector logra, aunque sea una, se ha ganado un caramelo o hasta un vino. Sin remordimiento alguno.

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