Yo llegué a las plazas por pura casualidad. Estaba en el lado opuesto, al menos en apariencia, de todos aquellos que se manifestaban y se amotinaban en tiendas de campaña. Era empresaria y tampoco me iba tan mal, caramba. Tiempo al tiempo y mi empresa se iría a la mierda como tantas empresas más. La cuestión es que pasaba de casualidad por alguna de aquellas plazas y no por curiosidad, que los empresarios no teníamos tiempo que perder, sino por atajar en vez de bordearla, quizá, empecé a escuchar algunos de los discursos y, de repente, me sorprendí sorprendiéndome de que muchas de aquellas quejas y miedos eran los míos. A pesar de mis talonarios de pagarés y mis declaraciones trimestrales de IVA, era, o ya se veía venir, que sería como ellos.

«No somos marionetas en manos de políticos y banqueros», ¿recordáis? Y para cuando quise darme cuenta, estaba contagiada de esas ganas y en mis escasas pausas de mi vida de empresaria, acudía y echaba una mano y acabé llevando la Comunicación de una de aquellas plazas. Creedme, allí escribí algunos de mis artículos más difundidos en el tiempo y de los que estoy más orgullosa. Entonces, en una bola de nieve „léase de crisis„ fueron surgiendo necesidades nuevas. Aparecieron las PAH. Recuerdo perfectamente cómo llegó la primera mujer llorando, desesperada, buscando ayuda. Una abuela a la que desahuciaban y con todas las otras puertas del mundo cerradas, había oído, le habían dicho, que había gente en las plazas, unos perroflautas que decían que se podían cambiar las cosas. Fue solo la primera. También recuerdo el miedo en las carnes de enfrentarte a policías armados hasta los dientes, no para defender a una abuela con sus nietos, a una madre con sus hijos, sino para cumplir la misión de echarles a empujones de una casa „por no poder pagarla„ y entregarle las llaves a un banco. Y sí, tengo que decir —cosas de la vida— que en aquellos entonces, esas primeras víctimas eran mujeres a las que además del Estado, algún hombre había dejado colgadas.

Y recuerdo junto a 'desahucio', la palabra 'vergüenza'. Que no se entere nadie, los vecinos, la familia, que nos desahucian, como si hubiera forma humana de ocultarlo. Y recuerdo, nítidamente... los suicidios. Porque sin hogar y sin trabajo, y sabiendo que el día que lo tuvieras se te embargaría la nómina hasta haber cubierto la deuda de esa casa que ya no tenías, y sabiendo que entre tú y un banco, ¡el Estado defendía al banco! Generaba la sensación de que igual no valía la pena seguir.

Eran daños colaterales del incremento de un 191% del precio de la vivienda en una década, sentenciaba The Economist. Que cada uno saque las cuentas de si su salario aumentó en esa proporción. Las cifras del Consejo General del Poder Judicial son sangrantes. Solo aquel primer trimestre de 2012 se produjeron 46.559 lanzamientos (término técnico para nombrar los desalojos forzosos de viviendas). 517 al día. 22 cada hora. Y para quien piense que fue la anécdota de un mal año, 2018 se saldó con 72.023 lanzamientos y desahucios. Con el número de hipotecas concedidas en caída constante, se sumaban 14 trimestres consecutivos en los que se produce un decremento, pero en cambio, los desahucios derivados de la Ley de Arrendamientos Urbanos, crecían por sexto trimestre consecutivo. 52 desahucios diarios de viviendas en propiedad y más de 100 de quienes viven en alquiler. Pero hay cifras que duelen todavía más: Desde el inicio de la crisis, un 34% de los suicidios se cometieron después de haber perdido el hogar. Y entre aquellos que, a saber por qué, decidieron seguir viviendo, se nos llenaron las calles de nuevos pobres. Y de pobres más pobres. Y de pobres que trabajan, pero no pueden permitirse pagar un hogar. Se nos llenaron las calles de gente sin casas y casas sin gente.

Hoy, 23 de noviembre, es el Día Europeo de los Sin Techo y siendo como soy, contadora de historias, no soportaba la idea de solo cifras y datos fríos y sí quería acercaros una historia. Una sola. De las tantas que pasamos de largo como si un pobre fuera parte del paisaje. La historia de María. La conocí allá por el 2012, el día que la desahuciaban junto a su hija de 8 años. Vio fracasar su proyecto como autónoma y „cosas de autónomos„ no tuvo derecho a paro ni ningún tipo de ayuda. Me contó de cuando decidió desenchufar la nevera porque, total, no tenía nada dentro. Me contó que le había dicho a su hija, como si fuera la más emocionante de las aventuras, que se mudaban al sofá de una amiga, pero claro, eso era temporal. Y que no sabía cómo decirle que se había deshecho de casi todos sus juguetes. Me la crucé, tiempo después, y al reconocerme agachó la cabeza. Yo hubiera preferido abrazarla, preguntarle cómo le va, pero ahí estaba la respuesta. Sabe que soy testigo de su derrota y creo que prefirió seguir siendo invisible, como lo es para tantos que cruzan la plaza.

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