Estaba una noche de tantas con un grupo de amigos brindando y como en fútbol no existe desacuerdo alguno, debatíamos -que no peleábamos- sobre política. Sentados en taburetes rodeando un barril de cerveza iríamos ya por la segunda ronda y tratábamos de arreglar el maltrecho estado del país.

A mi izquierda, una amiga en realidad muy de derechas. A mi derecha, un amigo que se peina a lo Ciudadanos, pero del que sabemos de buen tinto que vota al PSOE, como su legítima esposa. Más que por la importancia que tengan para ella las defensas de los derechos de los trabajadores, porque Pedro Sánchez le pone mucho. Mucho. Y yo que empatizo, pero no tanto, estoy convencida de que lejos de ser un caso aislado, hay un elevado porcentaje de 'voto Ken', de quienes se la trae flojísima su discurso, pero suspiran al ver cómo le queda el traje subido a un falcon desde la pantalla del televisor.

Así, este buen amigo -y mejor marido- vota lo que le mandan. Puede sonar poco creíble, pero ya se sabe que ni los que llevan bebidas dos pintas ni los leggins mienten y, de estos últimos, tampoco pondría la mano en el fuego. La mujer le coacciona de diferentes e ingeniosas formas. La más ruin y eficaz de todas: le amenaza con dejarle sin sexo y cualquiera que lleve muchos años casado sabrá que los partidos van y vienen, que los políticos cuando alcanzan el poder, al final se parecen, pero que el mayor índice de bienestar del ciudadano de a pie empieza por tener a la media naranja contenta. Terminaban la mesa un divorciado con su actual concubina que a saber de dónde venía ideológicamente, pero ahora, en la efervescencia del amor, asentía mucho a sus comentarios de la izquierda más profunda.

En aquel bucle de actualidad política llegaron dos sobrinas que venían de alguna 'mani', indistintamente verde o feminista. Cosas propias de la juventud: querer cambiar el mundo. Que no es que con el paso de los años ya no se quiera, es que es un hecho probado que nada envejece más y más rápido que no haberlo cambiado. Se apuntaron rápidamente a aguantar cualquier conversación decrépita a cambio de unas cañas y se confirmaron todas mis sospechas: con la lozanía de las carnes no les cabe en la cabeza que algún día el sexo pueda ser un bien escaso, ni que puedan más dos tetas (o una bragueta) que cien carretas, o que tires para abajo o tires para arriba, al final se hará lo que tu churri diga.

Una más y nos vamos, que hubiéramos pactado un gobierno, nos hubiéramos repartido los ministerios y hasta hubiéramos negociado equitativamente las aportaciones de cada comunidad autónoma por un coste ínfimo al contribuyente en comparación a lo que llevamos de año, total para nada. Entonces la roja encendida en una discusión paralela, lanzó al aire una pregunta trampa: la de 'Si nos acostaríamos con alguien que vota a Vox'. «Esos intolerantes». Añadió. Y a mí, que esta me la sabía y me falta costumbre de beber cerveza y mi escaso filtro se deshace al contacto de la malta contesté -levantando la mano y todo- que por supuesto que yo sí. Que de hecho me sonaría de lo más intolerante oírme decir: «No saldría con un intolerante». Que anda que no hay políticos y partidos con discursos de lo más fervientes que cambian el fervor según soplan los vientos, ni nada más voluble que aquello que llaman 'ideología' o, cuanto menos, 'intención de voto' y tenemos un ejemplo ¡Casi cuatro! En los dispares resultados de cada una de las elecciones y que, por desgracia, el juego va así: cuentan lo mismo los votos meditados, que los testiculares. Y al final estas cosas -y a las pruebas me remito-, se resuelven más en casa. Que le tengo más fe al poder de convicción de un buen post polvo que a un mitin y ahí teníamos, en una cama o en un barril de cerveza, absolutamente escenificado que, por encima de la ideología, lo que importa son los puntos de encuentro.

Me crecí en el discurso, cerveza en mano, como si estuviera de campaña y rematé con un viejo chiste: están todos los líderes de partidos buscando quien les gestione la tesorería y se presentan al cargo multitud de candidatos, pero en la selección final, cosas de la vida, quedan solo mujeres. A pesar de las discrepancias de programa de los partidos, todos coinciden en hacerles una misma última prueba a las finalistas: «Si encontrara un sobre no contabilizado con un millón de euros, ¿qué haría? A. Nadie lo ha visto, me lo quedo; B. El partido es lo primero, lo entregaría al partido; C. A fin de cuentas, me lo he encontrado yo, donaría la mitad al partido y me quedaría la otra mitad». Hubo respuestas de todo tipo que evidenciaron integridad y astucia, sin embargo, todos los partidos eligieron el mismo perfil de candidata, ¿sabéis cuál? La de las tetas más grandes.

Y esa es la moraleja de esta historia. Yo también escojo la más grande. Por supuesto, me refiero a la humanidad. No seáis tan mal pensados.

@otropostdata