Las velas ardían en la cocina la Noche de Difuntos. Se encendían en el minuto justo en el que un día alcanzaba al otro. En silencio. Las llamas llenaban la casa de sombras. Alguna vez mi abuela me pilló de madrugada, pegada al borde de la pica, mirando hipnotizada aquella candela que se derretía, un mensaje de cera para decirles a nuestros muertos que les recordábamos, que les queríamos, que les echábamos de menos... Cada vela tenía la vida del ser querido al que representaban. Unas, las de quienes se fueron en plena juventud, se consumían rápido. Otras lanzaban su último aliento al amanecer, apurando todas las horas, como hicieron en vida, de una noche en la que, decía mi abuela, vivos y muertos podían sentirse unos a otros. Mi otra abuela no encendía velas en la cocina. Limpiaba los nichos de sus muertos, que son los míos. Encalaba subida a una escalera que pasaba de mano en mano en el Cementiri Vell. Quitaba el polvo. Sacaba lustre a las lápidas. Reponía las flores. Sin dejar de hablar. De recordar. De explicar las vidas de aquellos que ya no estaban. El que se fue a Cuba. La que se enamoró de un marino. El que se fue a Rusia, a la guerra, y regresó en cuerpo pero nunca en alma. El que volvía de sus viajes con los bolsillos rebosando regalos y la cabeza, historias. Esta Noche de Difuntos encenderé una vela en la cocina. Se consumirá en un suspiro. Te recordamos, te queremos, te echamos de menos, pequeño.