Como cualquier habitante de la zona mediterránea voy masacrada de picaduras de mosquito. Por las habas en brazos y piernas, tamaño XXL y M, me han picado tanto los tigre como los autóctonos. Están desatados y descolocados. Como locos. Normal. Para los insectos es primavera, aunque el calendario astronómico asegura que es otoño. La elevada temperatura, este año cinco grados por encima de lo normal, sumada al agua de la gota fría que empapa un suelo incapaz de absorber semejante encharcamiento, los multiplica.

Buscamos consuelo en las cremas y aceites esenciales a base de citronela que vuelan de las estanterías de las superficies comerciales y de las farmacias. Los ayuntamientos también están demostrando en este asunto una gran incapacidad para resolverlo. No tienen dinero. Ahora, también las malas hierbas viven un momento dorado. Están a pleno rendimiento, como si fuera el mes de mayo, lanzando alergenos por doquier y obligándonos al consumo masivo y desacostumbrado en el mes de octubre de antihistamínicos. La emergencia climática es para muchos un desastre, pero para otros es una oportunidad con la que seguir haciendo un gran negocio.

Hay dinero para crear productos que alivian las consecuencias más livianas de la crisis climática en la salud, pero, incomprensiblemente, no lo hay para actuar en el origen del problema: el calentamiento global. No interesa. En las escuelas de negocio anglosajonas ya se habla de la riqueza que a corto plazo generará la economía del cambio climático. ¿Qué importa si nos está matando?