Solo algunos dinosaurios ibicencos lo recuerdan, pero uno de mis -varios- maridos fue un dj. Aunque pareciera algo natural en esta asociación de ideas actual de 'Ibiza igual a discotecas', era algo bastante poco probable para la época porque las discotecas eran menos y porque el trasiego de estrellas cargando maletines de vinilos -o pinchos de USB que debe ser el equivalente de ahora- sonriéndonos, como políticos en campaña, en las vallas publicitarias de cada puñetera carretera de la isla, no existía. Un dj era humano y los clientes, todos ellos, también. Príncipes, actores o funcionarios, cual cenicientas, quedábamos unidos en un baile.

Eran los 80 y era otra cosa, Ibiza era otra cosa. También musicalmente. Eric Clapton o Bob Marley en la plaza de toros, los Wham vestidos -el poco rato que iban vestido- de azafatos en el videoclip de Club Tropicana o los Be Gees en el Pikes pasaron el testigo a Ku con Spandau Ballet, Duran Duran, Nina Hagen y la inimaginable combinación de Freddy Mercury y Montserrat Caballé. Estuve, estuve en esos conciertos. Las discotecas eran casas payesas donde el interior y el exterior se confundía entre paredes de formas redondeadas cuyo blanco resplandecía en el negro de la noche. El cielo abierto estaba presente y la música sonaba de otra manera y no es una manera de hablar, es que cuando la legislación obligó a cerrarlas con obras faraónicas, en paralelo, todo cambió. Cambió la arquitectura, cambiaron el sonido y la música, cambió el público y también las drogas que consumía.

Mi vida como legítima esposa, apenas una niña de la que se había encaprichado un dj, empieza entonces. En lo que era ser resident, aunque aún no existía el término de otro término que tampoco existía, el primer after de la isla. El que eclipsaría la mismísima ruta del bakalao. Era simplemente el paso siguiente, cuando cierran las otras discotecas, ¿dónde vamos? Cuando ya no se puede ordeñar más esta vaca, ¿qué vaca nos inventamos? Y así uno podía amanecer -porque las nuevas drogas dotaban de poderes sobrehumanos- enlazando la noche con el día y el día con la noche.

Eran otros tiempos. En el parking era más fácil encontrarte un Renault 4 o un Mehari que un Hummer o un Ferrari y la música retumbaba y sobre miles de cabezas bailando sobrevolaban los aviones y, estoy segura, se saludaban por igual de abajo a arriba que de arriba a abajo. Los dj ya no eran como el portero o el camarero, sino que fueron ocupando un puesto en el Olimpo de los Dioses. Yo pensaba que ni el presidente del Gobierno ganaba aquello hasta que pude comprobar que era cierto. Por supuesto hablo del sueldo, porque luego estaba el negocio de casetes de las sesiones grabados a cajones en Delta y que se agotaban entre fanáticos que habían comprado un pasaje de avión y no una reserva de hotel porque no pensaban dormir en tres días. Eso era en verano, en Ibiza, que luego llegaron los inviernos de gira y los periódicos. El millón de liras la sesión -aunque sea mucho, irrisorio con el medio millón de euros de la sesión de Guetta- por pinchar una noche en Turín y a las tantas, viajar a otra a Milán y luego de vuelta a otra en Turín donde, da igual las horas, en lugar de inglesas colocadas medio desnudas, las clientas eran adolescentes con collares de perlas y abrigos de pieles.

Yo era apenas una mascota sentada en lo alto de un altavoz en la esquina de una cabina. Algún rato me hacía cargo de las luces. Las dos manos de un solo hombre manejaban a su antojo a aquella muchedumbre convertida en marioneta. Recuerdo una vez que, de repente, la pista se quedó en silencio, él no estaba a los platos y se abrió un vacío en mitad de aquella pista. En medio, él, asestaba puñetazos a un tipo que yo no habría sido capaz de distinguir del resto. Dijo que me estaba mirando. Adivinad a cuál de los dos se llevaron los de seguridad en volandas. Y la música volvió como si nada nunca hubiera pasado.

Yo desaparezco en este punto de la historia salvando ser engullida por aquella enorme centrifugadora. Lejos, en tierra firme, pude ir viendo cómo la temporada de Ibiza no se medía más en Semanas Santas, ni en cuándo los almendros florecen, sino en openings y closings. Cómo los clubes donde antes compartías espacio con un príncipe, se fueron compartimentando en vips plata, oro y platino donde uno no vale lo que vale, sino lo que paga ¡y caramba lo que pagan! Y el resto de mortales, dichosos nosotros, tiramos de garrafón en vaso de tubo de plástico que es a lo que alcanzan tus cien euros.

Y veo llegar octubre y las vallas que se visten con los Ibiza closing party que permanecerán pudriéndose hasta que los reemplacen los Ibiza opening party en nuestro particular día de la marmota y yo, seré boba, pero ¿sabéis qué me pasa? Que aunque voy, de tanto en tanto, a bailar Carl Cox en zapatillas hasta que mis pies sin drogas dicen basta... echo de menos los Mehari.

@otropostdata