Crecí en San Antonio que, por aquel entonces, no era Sant Antoni de Portmany sino San Antonio. Crecí en San Antonio, pero en el campo. Es decir, que claro que había guiris borrachos, pero menos que en las calles de lo que ahora es el West End. De vez en cuando topabas con alguno, desmayado, que había sido incapaz de encontrar el camino de vuelta al hotel, pero nos decían: «No lo toques» y no lo tocábamos. Pasábamos de largo. Los guiris inconscientes no eran asunto nuestro.

Vivíamos en el campo y, como jugar dentro de las casas estaba prohibido, teníamos lugares comunes donde sin necesidad de grupos de WhatsApp o eventos de Facebook, caíamos todos, a la vez, abandonadas las mochilas del colegio y con los bocadillos de la merienda en la mano.

Aquellos espacios nuestros, absolutamente nuestros, eran: un descampado donde jugábamos a fútbol y cuando te sangraban las rodillas, sacudías alguna broza de un soplido y continuabas el partido. Después, un torrente seco por el que atajábamos el camino a la escuela cuatro veces al día. Bicicleta abajo a toda velocidad, para poder tomar impulso y subirlo de una, sin tocar con el pie en el suelo, que eso era de cobardes. O de niños pequeños. Y, por último, el bosque. El último recodo que, entre casas de campo, huertos arados, chalés y, cada vez más, bloques de apartamentos, quedaba verde. Serían no más de mil metros cuadrados de pinos, pero desde la perspectiva de la infancia, eran el pulmón de aquel planeta que era nuestro barrio. Allí jugábamos al escondite, construíamos cabañas, hacíamos collares enlazando agujas y, una vez, nos fumamos entre todos un cigarrillo que alguien se encontró tirado en alguna cuneta. Un Ducados que a mí ya me sirvió para decidir que no volvería a fumar nunca más en la vida. Lo hice años después, unas caladas a un porro ya adulta y vomité tantísimo, que mis hijos (yo era una madre regular, pero madre al fin y al cabo) aún me lo recuerdan y yo les repito que qué malas son las drogas.

La memoria se me mezcla (efectos de la marihuana, tal vez), porque no recuerdo cuál fue el orden exacto del apocalipsis, pero pongamos que primero nos robaron el descampado. Entraba dentro de lo previsible. Aquel solar no era tan distinto a lo que fueron nuestras casas antes de ser nuestras casas. No era más que tierra y piedras y solo un estadio de fútbol para aquella pandilla de salvajes que conocíamos exactamente dónde empezaba la portería, dónde se lanzaba un córner o dónde se penalizaba un fuera de juego.

Lo primero, siempre, era una valla. Un muro de piedra tan alto como nuestra frustración para demostrarnos que nosotros quedábamos fuera. Ya cuando vallaron el torrente el mundo se nos cayó encima, ¡Cómo! ¡Cómo se le explica a un niño que los torrentes o los ríos pueden ser propiedad privada! Y el muro era tan alto, que solo los más mayores somos capaces de recordar tras él un torrente, abrupto, árido, infértil, absolutamente inútil para cualquiera de más de doce años.

Y nuestras madres que nos largaban el bocadillo casi de lejos, que no nos dejaban entrar en casa hasta la hora de la cena, después de asegurarse de que nos habíamos limpiado los pies con una manguera y no había rastros de broza, sangre o barro. Nos asimos como koalas a los pinos de nuestro bosque. Por eso, cuando vinieron a arrebatárnoslo, ¡Ay, el bosque! Pusimos el grito en el cielo ¡Porque los bosques -por pequeños que estos sean- no son de nadie! Y eso quiere decir que son de todos. Los árboles son -de todos es sabido- de quienes dejan grabados sus nombres en un corazón en el tronco, de quienes construyen una cabaña en una rama, de quienes se cuentan secretos a su sombra. Y cuando empezó a llegar aquel material de obra: la insultante carga de lo que sería un muro, robábamos ladrillos. Quizá solo uno cada uno, quizá no lo llevábamos muy lejos, pero la intención ya estaba. Y nos manifestamos con pancartas frente a un par de albañiles a los que aquella panda de mocosos les daba lo mismo. Y pataleamos a nuestras madres que nos mandaron para la calle, ciegas a que apenas quedaba calle. Lo único importante era el asunto aquel de que no se nos enfriara la tortilla y que no se pisara lo fregado, insensibles a que la naturaleza se estaba extinguiendo ante nuestros ojos y no hacíamos nada ¡nada! Como si en vez de vida, fuera alguno de aquellos guiris moribundos con los pantalones bajados.

Quisiera deciros que lo logramos, que la prensa local primero y después el telediario se hicieron eco de nuestra lucha y en paralelo, en otros lares, otras pandillas asilvestradas crearon Greenpeace, salvaron focas, ballenas, que nunca se prendió el Amazonas? pero no es cierto. La verdad es que vuelvo al barrio en que crecí y no lo reconozco y si abro la boca, es para decir que no me gusta. No me gusta. Y hasta puedo enseñaros -y os costará creerme- el lugar donde una vez hubo un bosque. Pero nos lo robaron.

@otropostdata