Twitter bien podría convertirse en la sede olímpica de quién mea más lejos, eso sí, sin importar en absoluto si acierta o no. Es más, las exhibiciones de esta competición son orines en forma de difusor, de aspersor, de expulsar piedras y, muchos de ellos -faltaría más- acaban salpicando al propio orinador.

Aquí entra la figura del esquivador de meos y uno de los de sacar las palomitas cada vez que le veo vestirse su sombrero de ala (triste) es mi real académico favorito: Arturo Pérez-Reverte al que, «¡Voto a Dios y al Chápiro Verde y a todos los diablos del infierno!», espero invitar algún día a unas hierbas ibicencas en Ca n'Anneta. «No es este el hombre más honesto ni el más piadoso, pero es un hombre valiente y de tanto en tanto no queda sino batirnos ¿Batirnos contra quién, Don Arturo? Contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la ignorancia. Que es como decir contra España, y contra todo».

Tuiteros aprendices de espadachines le buscan las cosquillas y da gusto, de tanto en tanto, verle blandir la espalda y rebanar gaznates sin apenas despeinarse.

Recordaba estos días mi admirado una pregunta que un tal FranRulalo le profiriera tiempo atrás: «¿Es usted franquista, Pérez-Reverte?». A lo que contestó: «Puestos a hacernos confidencias, ¿es usted gilipollas?».

Después fue un tal Saypat2 el que le recriminara: «Pérez-Reverte, con el franquismo eres muy tibio o frío, sé crítico con todos». «El franquismo acabó hace cuarenta años, criatura. „Respondía el académico„ Ahora sólo es un espantajo para entretener a simples como usted; algo que no se creen de verdad ni quienes lo reivindican ni quienes lo denuncian. El problema de España son los hijos de puta vivos, no los muertos. Y los tontos.»

Porque una de las características del meón es que es de léxico escaso y lo utiliza a su antojo, mucho más enfocado en su significante, que en su significado. A pesar de que pueda colar alguna frase ingeniosa, lo reconoceréis porque, cuando alguien le rebate, le humean las orejas y chirrían los dientes antes de sacar las barbaridades que carga, siempre demasiado a mano, en el calzón. «¡Facha! ¡Fascista! ¡Comunista! ¡Venezuela! ¡Galapagar! ¡Nacionalista! ¡Catalán! ¡Español muy español! ¡Franquista!». «Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa» y con respecto al franquismo, la propia Real Academia reza: «Dictadura de carácter totalitario impuesta en España por el general Franco a partir de la guerra civil de 1936-1939 y mantenida hasta su muerte». Es decir: ya pasó. Porque murió, que yo lo vi. Aunque estaba apenas en el mundo, recuerdo aquella muerte de Franco. Aquella cara del anverso en las pesetas gris en la pantalla del televisor que mis padres miraban hipnotizados y yo, por supuesto, lo atribuí al miedo de enfrentarse a un cadáver, porque por aquel entonces aún no sabía lo que era la incertidumbre. Les pregunté: «Pero, ¿no está prohibido enseñar muertos?». Y no recuerdo si me contestaron. Sí recuerdo la respuesta, años después, cuando pregunté qué era aquello de 'franquismo y comunismo'. «¿A ti te gustaría, si trabajas mucho, ganar más que alguien que no trabaja tanto, o que no trabaja, o que os pagaran igual?». Ese día hasta yo misma habría saludado con el brazo bien alto a los compañeros de colegio.

Sospecho que es esa la etapa exacta en la que se quedaron muchos de estos que desbeben en Twitter. No me refiero al saludo fascista en una mano y la minga en la otra, no, porque se la sacuden y les caen gotitas en rojos y azules, y verdes, y naranjas y morados, que la falta de argumentación no es apropiación cultural de un solo color. Hablo de quedar estancados en una respuesta corta que alguien les dio alguna vez sin haber leído mucho más y «desconfíen vuestras mercedes de quien es lector de un solo libro».

Porque coincido con Pérez-Reverte: el problema de España, el urgente, son los tontos vivos. Los que a falta de una propuesta de futuro y de una cultura de presente, recuerdan el pasado a conveniencia. Mis lectores más habituales ya me han visto aullar la necesidad de una historia común, que incluya reconocimientos de culpa y perdones de esos que son un antídoto para que la (mala) historia se vuelva a repetir. Y el asunto empieza a ser grave cuando los propios editores de libros de texto claman al cielo ante las demandas de variaciones de contenido que algunos gobiernos autónomos solicitan. El mismísimo director ejecutivo de la FGEE los acusa de usar «mecanismos bastardos» para que los manuales «digan lo que ellos quieren y no lo que la ciencia dice». Así, denuncian la existencia de «17 textos educativos» donde los intereses políticos mean a los educativos. Amasamos la incerteza de una España sin ríos aquí o allá, sin reyes, o con ellos según dónde caiga el infante; sin memoria histórica, donde el franquismo no existiera o donde siga pululando entre nosotros. Pero, españoles, Franco ha muerto ¿o tal vez no?

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