El erizo es un pequeño mamífero terrestre que va siempre a cuestas con su timidez, una bola de dagas integrada en su cuerpo. Hay timideces que pinchan, como le ocurría a Eduardo Manostijeras. La ternura se viste de espinas cuando teme ser dañada. Los erizos mueren por docenas en las carreteras de Ibiza cada día aplastados por los coches. El asfalto se ha convertido en su patíbulo y su tumba. Los pobres salen al anochecer y se plantan en medio de las carreteras con total ignorancia de su trágico destino. Conmueve su inocencia, como la de cualquier otro animal, incapaz de valorar cuán mortífero es el hábitat invasivo modelado por la expansión humana. El hombre es paisajista de sí mismo siempre, transforma la naturaleza a su escala.

Los erizos se creen tan a salvo por las carreteras como por cualquier rincón de las garrigas que habitan en la isla. No saben que su armadura de púas carece de poder disuasorio en tan peligroso escenario. No tienen ninguna oportunidad en esas de venírseles encima la vertiginosa bestia metálica de zarpas negras que echa rayos cegadores por los ojos y humo negro por detrás. Cuando advierte el peligro ya es tarde. Sus cortas patitas están hechas por un dios que nada sabe de la velocidad de los coches. Por un dios que nada sabe de la cruel indiferencia de muchos conductores que, aún pudiendo frenar sin poner en peligro su propia seguridad o la de otros, no lo hacen porque no se toman la molestia. Esposados a sus volantes son incapaces de liberarse de la voluntad de sus coches y pensar por sí mismos. Les urge la prisa, les fascina la velocidad. ¿Qué les importa la vida de un torpe erizo?

Su muerte es cuestión de un instante: el escalofrío de un segundo percutado por una tonelada de peso a toda velocidad. Y así acaban, aplastados en la carretera. Muerte sobre asfalto, negro sobre negro en la negrura de la noche. Otros coches pasan después indiferentes por encima de los cadáveres -aún calientes- hasta transfigurarlos en macabros tatuajes sobre el asfalto.

Las carreteras son vértices extraños del espacio-tiempo para los pequeños vertebrados que sucumben en ellas, pues los reducen a dos dimensiones cuando antes gozaban de tres.

No son los únicos; nuestros corazones corren idéntico riesgo de acabar laminados, sin sentimientos, reducidos a simples tatuajes sobre el pecho.