Septiembre me pone triste, lo reconozco. Como soy una mujer de hoy en día, es fácil pensar que me he dejado contagiar por los abruptos titulares que anuncian, a falta de gobierno, 'estrés postvacacional'. Demasiado New Age para mí, que soy de brazos largos y escasos vicios de complicarme la vida. Además, es una paradoja genética porque, de todos es sabido, los ibicencos nos movemos en otros tempos. En pocos lugares del mundo, me consta, septiembre se muestra tan como un alivio, tan como un respiro. Y así crecemos, hablando de 'la temporada' empleando el mismo tono de voz (grave, muy grave) con el que en el Caribe se habla de la temporada, pero de huracanes: «Reservas hoteleras» y «vientos de fuerza 12»; «pasajeros» y «tormentas tropicales».

Así que creo que, en mi caso, esta tristeza tiene que ver más con la luz, que la veo distinta. O acaso sé que se tornará distinta. O con el sonido de las cigarras, que me parece que suenan como ecos que se alejan. Tiene que ver? con el paso del tiempo.

Para mí septiembre es el lunes del año. Es más enero que el propio enero. Es el final de tu serie favorita. Es comprobar que ni el reintegro. Es el recordatorio de que acabó otro verano, otra temporada, otro ciclo y me toca enfrentarme al espejo del calendario para rendirme cuentas por todo lo que querría haber hecho, podría haber hecho, y no hice. Y siempre acabo enviándome un rato, cabizbaja, al rincón de pensar.

Pero con lo que yo cuido mi dieta, la postura, las horas de sueño ¡y hasta las compañías! ¿Cómo, cómo puedo recaer en esta enfermedad de septiembre? ¡Qué tendrá mi sistema inmunológico, qué tendrá! Si ya hace mucho que -toquemos madera- los cursos escolares y comprar libros, y forrar libros y comprar una escuadra y un cartabón y un chándal, son problemas que no tengo. Los cambié por problemas nuevos. Si soy de las que va al gimnasio, todo el año ¡por puro placer! Así que ahí septiembre me da, como enero o como mayo, hasta rabia, porque se llena de molestos novatos pululando entre las máquinas. Ellos, con sueños de abdominales y ellas, con ínfulas de instagramers, haciéndole selfis a sus alisados japoneses y sus uñas de gel, sentadas en una bici estática que no saben cómo funciona mientras publican hashtags en gerundio.

Si también hace tiempo que abandoné la caja tonta, así que no, no me afectan los coleccionables de tapa y primera entrega por solo 1,99, ¿costarán 1,99? ¿Qué se llevará este año? Apuesto a que en los tiempos que corren habrá una «Colección completa de literatura feminista. Las mejoras autoras de todos los tiempos nos traen los cien títulos que no pueden faltar en tu estantería de Ikea». Pero para los muy machos, esos atemporales, seguro que también hay algún coleccionable del tipo: «Vive la pasión de hablar por teléfono móvil como antes, sin WhatsApp, acceso a redes sociales ni cámara de última generación. Construye tu propio Motorola Star Tac en 72 cómodas entregas ¡El teléfono que solo sirve para llamar!». ¿Alguien, alguna vez, en algún lugar, habrá completado una colección o seréis todos, en el fondo, víctimas de la misma enfermedad de septiembre que yo, aunque vuestras derrotas caigan allá por noviembre cancelando una suscripción?

Os confieso que mis reproches hacia conmigo, rara vez son profesionales. No. No tienen que ver con lo que podría haber exprimido de más la temporada, o que podría haber sacado adelante diecisiete proyectos en lugar de dieciséis. Son mucho más graves, más difíciles de responder a esa niña que aún salta a la comba dentro de mi estómago y me pregunta qué pasó con aquel plan de, este año sí, sacarme el curso de PADI, o visitar cada vez una playa distinta sin importar si hay piedras, o lo lejos que tenga que dejar el coche. Tienen que ver con meditar viendo la puesta de sol, con meditar al amanecer. Tienen que ver con contar cuántas lagartijas azules encuentro en Formentera, o jugar a descifrar qué se dicen las cigarras cuando cantan. Tienen que ver con ser yo, de una puñetera vez, la que invite a bailar a un guapo y, si me dice que no, reírme con vosotros -de mí- en un artículo. Tienen que ver con volver a aquella chumbera a la que íbamos de niños a robar los higos que, mágicamente, mi padre siempre convertía en fruta pelada dispuesta para el placer, en un estante en la nevera.

¡De eso va mi enfermedad de septiembre! Estoy casi convencida. No es de este verano, sino de que se acumulan en los huesos todos los veranos de mi vida: la clarividente responsabilidad de los no plenamente vividos, con la maravillosa nostalgia de los que sí. Septiembre debe ser -o a mí me lo parece- una mezcla de los recordatorios de Facebook de lo bien que te lo estabas pasando hace seis años en cualquier sitio, con encontrarte en los bolsillos de una gabardina las notas de un poema que no acabaste de escribir. Por favor, disculpad que os deje así. ¡Me voy corriendo a por un lápiz!

@otropostdata