Un antiguo cuento árabe nos habla de un joven discípulo que va en busca del sabio filósofo de quien recibe enseñanzas y le dice:

— ¡Maestro, un amigo estuvo hablando de ti con malevolencia!

— ¡Espera! „Lo interrumpe el filósofo„ ¿Has hecho pasar por las tres rejas lo que vas a contarme?

— ¿Las tres rejas? „Pregunta el joven.

— Sí. La primera es la verdad. ¿Estás seguro de que lo que quieres decirme es absolutamente cierto?

— No, maestro. Lo oí comentar a unos vecinos.

— Al menos lo habrás hecho pasar por la segunda reja, que es la bondad. Eso que deseas decirme, ¿es bueno para alguien?

— No maestro, en realidad, no. Al contrario.

— Ah, bien. La última reja es la necesidad. ¿Es realmente necesario hacerme saber eso que tanto te inquieta?

— A decir verdad, no.

—Entonces, —dijo el sabio sonriendo— si no es verdad, ni bueno, ni necesario, sepultémoslo en el olvido.

Hasta no hace tanto, si algo se había publicado o venía de alguien que, por el cargo que ostentaba merecía credibilidad, era verdad. Incuestionable. «Lo ha dicho el telediario», «Lo he leído en el periódico», «Lo ha dicho el presidente». Pero los tiempos en prensa y las ambiciones en política han dado lugar a otros filtros en los que la moralidad y el respeto al lector, es cada vez más vago. A la prensa -especialmente en su versión digital- se le añade, a las ya muchas existentes, la presión de que hay que ser el primero en contar una noticia y, reconozcamos: las prisas no suelen ser buenas compañeras de viaje. El asunto con los políticos es aún más triste: uno puede prometer o desprestigiar sin perjuicio de que lo dicho sea o no verdad. Y en este punto, algo que no me canso de recordar: si no es verdad, es mentira. Pero «como todos los políticos mienten», «como todos los políticos roban», como «mejor que me mientan/ roben 'estos' a que me mientan/roben los de fuera», ni siquiera eso les impide seguir en sus puestos, escalar a otros más altos ni, probablemente, dormir.

Y como la no verdad (que es la mentira), la no bondad (que es la maldad) y la no necesidad (que es inútil), se contagian como la espuma, esa negra bilis se va extendiendo. Campa a sus anchas desde Twitter hasta los chats de padres de alumnos del colegio, hasta el grupo de WhatsApp de las comunidades de vecinos. Esa invulnerabilidad de que lo dicho quedará enterrado mañana en otros cien mensajes sin consecuencias; esa poderosa facilidad de decir sin pensar, ni sentir, ni pensar qué sentirá el otro ante el disparo, se convierte en un cóctel molotov en cuanto le añadimos un par de gotitas de algoritmos. Paren el mundo que me quiero bajar. Sin embargo, no hay que odiar los algoritmos porque, como tantos monstruos, os garantizo que no dan ningún miedo cuando encendemos la luz y comprobamos que, en realidad, no son tan altos.

Esas imperceptibles funciones matemáticas a las que damos consentimiento sin leer, en cada página, en cada aplicación, están programadas para establecer «que el contenido que nos llega sea relevante». ¿Relevante para quién? ¿Quién determina exactamente esa relevancia? Nosotros, en buena parte, lo hacemos nosotros. Os pongo un ejemplo. Pongamos que leo de pasada una publicación hablando pestes de la derecha -o contando una cosa terrible de la izquierda, que tanto monta- y hago clic y la leo, y hago clic y me gusta, y luego hago otro clic y retuiteo, o comparto; o un día que estoy rabiosa con el chat de padres de alumnos, hasta opino sin pensar ni sentir, ni pensar qué sentirá quien en algún lugar, lo lea. Cada uno de esos clics me está sentenciando a que los algoritmos me muestren más y más de eso con lo que quizá, ni siquiera estaba de acuerdo del todo, pero cometí la insensatez de interactuar. De nuevo, volvamos a los sabios orientales: «La vida nos trae más de aquello en lo que nos enfocamos, sin discernir si es bueno o no para nosotros». Porque los algoritmos son, al fin y al cabo, un poco la vida misma.

Para cuando nos demos cuenta, cada vez que hagamos una búsqueda en Google, cada vez que entremos para «desconectar un rato» en Twitter, veremos más información, y artículos y opiniones terribles que nos confirmarán que los demonios viven a la izquierda -o la derecha, porque tanto monta- y lo que es peor: corremos el riesgo de acabar creyendo que, sin ser bueno, ni necesario, es verdad y, claro, eso nos hará mirar cada vez con más estupor a ese otro bando tan ajeno a «la realidad» cuando su único pecado fue quizá que, una mañana, hartos del WhatsApp de la comunidad de vecinos, cometieron el error de hacer clic en otro tuit distinto y ahí, nuestros caminos se perdieron. Eso pondrá un día nuestro epitafio cuando al fin la guerra estalle: «Se alejó de las rejas y lo alcanzó un algoritmo».

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