Las manos de mi madre estaban deformadas y, si la estrechabas un poco fuerte, la lastimabas. Tenía la espalda encorvada y cada movimiento se lo cobraban en dolor lustros de gestos repetidos como limpiadora, de arrastrar pesos y forzar posturas en esa carrera contra el tiempo que era su jornada laboral en la rueda interminable de los días.

Después de muchos años de una labor donde lo único visible o digno de mención para los empleadores eran las minúsculas fallas, le quedó una pensión miserable y un cajón de calmantes. No se quejaba, fue el precio por sacar adelante a la familia y «el trabajo es el que es», como recordaba, cínico, tras la reunión en el Tamib, el representante de la patronal, que venía a decir a las kellys ibicencas, en lo que a mí me parece una amenaza velada, que o lo tomas o lo dejas.

Que si falta personal y «hay dificultades» para aumentar las plantillas, les toca aguantarse a ellas y, las que no hayan podido acabar, que se queden por 'lentas'. Sin cobrar, como es norma de un sector que, mandos intermedios mediante, ha conseguido que muchas mujeres se sientan culpables porque son incapaces de terminar en el horario estipulado.

Donde, en vez de más ayuda, les envían controladores que marcan los tiempos y aceleran el ritmo, siempre más y más deprisa aunque crujas, y hay miedo y listas negras de rebeldes y miles de horas regaladas al patrón, porque la necesidad y el temor a encontrarnos en la calle nos vuelve dóciles a casi todas. Ignoro si las kellys de Ibiza harán finalmente la huelga ni cuántas se arriesgarán a ello. Los sindicatos mayoritarios las han dejado solas. Pero no me cabe duda de que ni siquiera deberían tener que seguir reclamando lo que piden con este paro: una carga de trabajo que no las rompa. Su salud es su derecho.