El héroe, tan apuesto, tan fuerte, tan testarudo y tan del lado de la suerte. La protagonista que siempre triunfa y que acaba su historia con un final feliz digno de un «¡y comieron perdices!». El líder carismático, con palabras que deslumbran, con sonrisa amistosa, con desparpajo ante la cámara y ternura con los mayores. La influencer perfecta, convincente, chisposa, rompedora... Modelos de nuestra sociedad, prototipos de la publicidad, referentes a veces anhelados que más de uno o una quisiera como pareja.

Pero, ¿qué hay de los que se quedan a un palmo del triunfo? Son los perdedores, los que la cultura anglosajona etiqueta como losers. Los reyes del fracaso, artistas del naufragio vital, los tristes segundones.

El siglo pasado coronó con cierto romanticismo a los infelices: borrachos, prostitutas, drogadictos, suicidas, inadaptados, solitarios, neuróticos, víctimas de sí mismos... Fueron antihéroes, el reverso de lo luminoso. Inspiración de temas musicales ('Roxanne' de Police, 'Ciudadano Cero' de Sabina), de novelas que son un clásico ('Madame Bovary' de Flaubert, 'La conjura de los necios' de John Kennedy Toole). Del cine (magistral y adorable Jack Lemmon en 'El apartamento'; Dustin Hofman y John Voight en 'Cowboy de medianoche'). Personajes y personas que nos hicieron descubrir lo que hay de hermoso en la desilusión y la derrota de seres anodinos. Protagonistas de historias que nos resultan atractivas, quizá porque nos provocan ternura, compasión. Pero sobre todo porque nos permite mirarlos desde nuestra pequeña atalaya de comodidad, de nuestro rincón de confort.

«Soy de izquierdas y llevo en el ADN la derrota. He perdido toda mi vida y hoy aquí lo vuelvo a hacer». Es la reflexión en voz alta de un «nieto de andaluces de Jaén, charnego e independentista» como se describe a sí mismo Gabriel Rufián, portavoz en el Congreso de ERC. Una loa a los perdedores al más puro estilo Bukowski con la que el chico rebelde, el 'malencarado' de la carrera de San Jerónimo, buscaba el efecto romántico de la seducción, la defensa del antihéroe perdedor. El Rufián deslenguado, sarcástico, bronco cambiaba de táctica. Apareció así el Rufián orador, el Rufián poeta, el Rufián negociador (como buen experto en recursos humanos) que quiso generar empatía con quienes perdían la votación. Y así su discurso, el del perdedor, fue uno de los más aplaudidos ese día.

A pesar de que vivimos en la época del triunfo del postureo, de las sonrisas en Instagram, de las propuestas para vencer y convencer a través de twits y discursos plagados de marketing triunfal, este diputado 'indepe' tiró mano de la táctica de quien quiere mover las emociones. No gustó a todos pero no dejó indiferente a nadie. Envió con su discurso al rincón de pensar a PSOE y UP pero sobre todo, quiso encender la llama que mantenga alerta a la izquierda por si «¿y si no hay septiembre?».

No siempre nos resulta simpático el que está arriba. Todo lo contrario -seguro que por celos- el vencedor nos parece un tanto 'petulante'. Buscamos entonces la complicidad con el que no ha llegado ahí. Casi como si fuera un mantra, nos repetimos que los perdedores son íntegros, transparentes, más honestos que nosotros mismos o tal vez menos hipócritas. Puede ser cierto en ocasiones. O no: las generalidades no suelen ser ni justas ni ciertas.

Hay algo en la estética del perdedor que seduce y que convoca, que nos obliga a mirarlos con respeto, a escucharlos con atención. Nos atraen los perdedores quizá porque muchas veces los somos nosotros.