Seguro que ahora decepciono a algún macho de mi entorno, pero una de las cosas que más valoramos en un hombre (mis amigas y yo siempre coincidimos en esto), es sentir que puede acompañarnos en cualquier circunstancia. Tanto monta una barbacoa con parientes, una cena con los directivos de la empresa o un entierro. Que sepa estar, apoyar, ya impulsarte ni te cuento. Lo sé, lo sé, somos unas frívolas interesadas que, en nuestra defensa añadiré, por descontado ofrecemos exactamente lo mismo que pedimos. En mi caso quizá aún se complique más el asunto porque pretendo que ese 'saber estar' se extienda a una cena de gala con zares o maharajás (que la vida me lleva a derroteros de lo más diversos), o a una danza de la lluvia. Ya si sabe negociar en un secuestro o encender fuego con dos palitos ¡es mi hombre!

Qué le voy a hacer si mi músculo favorito son las abdominales del cerebro y de entre los muchos tipos de inteligencia que los psicólogos filetean yo me quedo siempre con la capacidad de adaptarse al medio. Lo explicaba muy bien Cervantes en El Quijote: «Cuando a Roma fueres, haz como vieres».

Y yo, que escribo descalza y con los pies encima de la mesa (porque en mi casa hago lo que me da la gana) y que trato de no tener pelos la lengua, pero tengo clarísimo que eso no significa la ofensa gratuita (quizá porque mi inteligencia me permite planear otros modos de cambiar lo que me disgusta en el mundo), estudié protocolo. Pues sí. Qué cosa más ñoña, ¿verdad? ¿Y qué es exactamente eso del protocolo? Os lo explico. Es decir: os explico lo que para mí es el protocolo. Es el conjunto de reglas y normas sociales presentes en las distintas culturas. Muchas de ellas, para complicar más el asunto, ni siquiera escritas, sino implícitas. Has de escuchar y mirar mucho para percatarte de ellas.

Os pongo un ejemplo. En España nos besamos a modo de saludo casi en cualquier contexto. Cuando vas al médico de cabecera o a pagar una multa a tráfico no, pero en cuanto te presentan a alguien, ya estás lanzándote a la mejilla derecha del sujeto en cuestión y, en una perfecta coreografía, luego a la izquierda. Cuidado cuando beses a un italiano, porque ellos besan lo mismo, pero a la inversa. Ídem de los franceses, solo que en lugar de dos besos, te darán tres o incluso cuatro, dependiendo de la zona. En cambio, en América, tendrás suerte, si te dan uno. Atentos a los rusos que estos se te arriman peligrosamente a la boca. En Asia saludarás formalmente con la mano, pero en ocasiones, como en Japón, las personas de más rango (como los ancianos) serán recibidas con una ligera reverencia. En India, este saludo a los mayores implica tocarles con una mano los pies descalzos.

Así que entiendo las rebeldías e irreverencias (literalmente, que no acata normas de respeto o reverencias) de cualquiera, pero por aquello de mi admiración al músculo de la inteligencia, discierno que algunos actos son para cuando estamos a solas en casa. Que empeñarse en entrar en tirantes y shorts en una catedral o poner a parir la invitación de un evento donde, para facilitar las dudas de muchos invitados sobre qué llevar o no, los anfitriones aconsejan (que no obligan), que los hombres lleven traje oscuro y las mujeres vestido corto (por favor ¡Que hasta la reina lleva pantalones! Hay que saber leer entre líneas), lo consideren una lucha por la defensa no sé de qué, no sé de quién. Ir con shorts a una catedral no suma un ápice al feminismo, sino muy al contrario, hace que las reivindicaciones legítimas queden diluidas entre mucha tontería. Y no el ir en pantalón, sino el proclamar a los cuatro vientos una línea subrayada de una invitación a un evento con un código de vestimenta como si fuera un paredón a la mujer y su capacidad de decidir, aún más. Especialmente cuando no te invitan a ti por tu gracioso genio y figura, sino por tu papel como representante de una institución y de muchos, muchos ciudadanos (y ciudadanas) que están deseando que cambies el mundo, no lo dudes, pero bien.

Yo no trataría de convencer a los italianos, franceses, rusos, americanos, de que son unos pringados que no saben besar. A los japoneses e hindúes de que esa señora no vale más que yo por tener cien años. Yo no iría de blanco a una boda porque ese color se le reserva a la novia que ha de ser la protagonista en su día. Yo no iría de lentejuelas a un funeral. Por el respeto que me merecen la novia y el muerto. Porque de no ser el caso, nada ni nadie me obliga a ir. Más si fuera a alguno de estos eventos en calidad de representante de quienes me han votado, porque cualquiera de mis actos, para bien o para mal, les afecta. Si no gusto, ya sé lo que hay que hacer. A ver si al final iba a acabar aprendiendo para qué sirve aquello del protocolo, no desde un beso, dos besos, tres besos, sino al llevarme una patada en el culo.

@otropostdata