Dejando de lado las grandes ciudades, acabo de hacer un recorrido por los pueblos blancos andaluces, Pampaneira en la Alpujarra granadina, Ojén y Nerja en Málaga, Arcos de la Frontera y Zahara de la Sierra en Cádiz y Zuheros en la sierra subbética, en la raya que separa Córdoba de Jaén, un pueblecito, este último, que ostenta el título de 'Pueblo más bonito del mundo 2016'. He callejeado sus pasajes empedrados y limpios como una patena, entre blanquísimos encalados en los que los vecinos cuelgan decenas de macetas con geranios rojos. Y no he dejado de pensar en lo que la Penya era y todavía podría ser. Pero la realidad es terca. Vuelvo a la isla y leo en estos papeles la desagradable sorpresa de un matrimonio de turistas que se lamentaba del espectáculo que se les ofrecía al asomarse, detrás de la casa Broner, a la playa codolar que algunos descerebrados utilizan como vertedero. Para nosotros, nada nuevo. Lo de siempre. Pienso que lo peor que nos pasa no es que hayamos perdido demasiado tiempo, es que la situación de generalizada regresión que experimentan la isla y la ciudad no tiene visos de cambiar. Ya no sé si es por la indolencia de nuestros mandarines, por su impotencia o por su simple ineptitud, por su incompetencia. A veces pienso que la situación nos supera y que se nos ha ido de las manos, que tantos frentes abiertos nos paralizan.

No lo sé. En cualquier caso, algo habrá que hacer. Porque una de dos, o cogemos el toro por los cuernos o el revolcón será severo. De momento, vendemos el caos y sorprendentemente funciona. El problema es que el personal viaja, compara y se cansa de que le tomen el pelo. No parece, sin embargo, que nos importe demasiado. Vivimos al día. No vemos lo que no queremos ver y así seguimos. Tenemos elecciones y no tardamos en constatar que hemos cambiado para seguir igual. ¿Hasta cuándo? El tiempo lo dirá. Antes o después, suele poner las cosas en su sitio.