Este año hay muchas libélulas por casa. Desde niña siento verdadera fascinación por ellas. Las dibujaba, me compraba broches con su forma y cuando tenía la oportunidad de ver una volando, me emocionaba. «¡Una libélula!», sigo diciendo entusiasmada, aún ahora. Como si cada vez fuera la primera vez que viera una. Es verdad que me gusta entusiasmarme, son pequeñas alegrías que me voy dando. Lo hago casi a diario cuando sale la luna: «¡Mira, la luna!». Aunque, quién no ha dicho alguna vez: «¡Mira, la luna!», como si nunca antes la hubiera visto. Como si esa fuera la primera vez. Creo que ese es el secreto.

Volviendo a mi admiración por las libélulas, reconozco que de ellas me gusta todo. Me gusta hasta el nombre: Libélula. Me gusta su forma, sus colores, sus alas, y me gusta esa manera impredecible que tienen de volar. Nunca sabes bien hacia donde van. Suben, bajan, giran y de pronto retroceden, porque también pueden volar hacia atrás. Volar de esa forma entrecortada, llena de cambios de dirección, les da un cierto aire mecánico, casi robótico. Y es que pueden mover cada una de sus cuatro alas independientemente, por eso llegan a hacer maravillas, como giros de hasta 270º e incluso volar boca abajo. La naturaleza les ha regalado un diseño de primera clase. Son afortunadas.

Las libélulas saben aprovechar bien la vida. Sobre todo de adultas. Tres cuartas partes de su vida son ninfas acuáticas. Nacen en el agua de algún pantano o de algún río y allí, nadando tranquilamente, prolongan la infancia hasta casi la vejez. Cuando son adultas, cambian radicalmente de aspecto y con la aparición de esas potentes alas, dedican lo que les queda de vida a volar. A volar y a conocer mundo. La fase adulta dura muy poco en comparación con la de ninfa acuática y, quizás por eso, aprovechan el tiempo al máximo.

Leí hace poco que es el insecto que más lejos vuela. Aprovechando las corrientes de aire, llegan a hacer viajes migratorios de hasta 18.000 km. Yendo, por ejemplo, desde India hasta África. Me las imagino volando y mirando el mundo desde arriba, con esos ojos que pueden ver en todas las direcciones a la vez. Cruzando mares y países. Viendo pueblos y vidas diferentes. Montañas y campos, cielos y océanos. ¡Qué maravilla!

Dicen que las libélulas no tienen miedo, por eso es fácil verlas volando cerca, mirándote con curiosidad. Y por cierto, no pican. Mucha gente se asusta y las espanta de un manotazo. Ellas sólo están observando el mundo. Aprendiendo.

Nosotros podríamos aprender de las libélulas, por ejemplo, lo importante que es no acortar la infancia. Y mucho menos, tener prisa por ser mayor. Esa fase llega inevitablemente y es mejor que llegue cuando uno está realmente preparado, porque de esa forma sí que se disfruta y se aprovecha. Como ellas, como las libélulas, que sabiendo que están en la recta final, sienten absoluta curiosidad por todo. No me extrañaría nada que cuando se nos acercan estén diciendo entusiasmadas: «¡Un humano!», como si fuera la primera vez que vieran uno. Seguramente ellas, procuran también darse pequeñas alegrías a diario. Ese es el secreto.

Sin duda alguna son las que más partido le sacan a la vejez. Es la etapa de su vida en la que más saborean todo. Exprimen todo el jugo, apurando la vida al máximo. No me digan que, ya sólo por eso, no merece la pena observarlas, aprender de ellas y tenerlas como un maravilloso ejemplo a seguir. Yo quiero ser libélula.