La desvergüenza con que en Ibiza se desvirtúa el territorio alcanza tales cotas que a veces solo queda frotarnos los ojos. Aún así, resulta imposible asimilar cómo determinados abusos, que atentan contra los más elementales principios jurídicos y la propia convivencia social, se desarrollan, asientan y normalizan ante nuestras narices y las de las autoridades, que no actúan con la contundencia que requiere la protección del interés público frente a la especulación pura y dura de ciertos promotores privados.

Uno de los ejemplos más descarados lo encontramos en la zona agrícola de sa Vorera, a las afueras de Sant Antoni. El centro urbano de esta localidad concentra una de las mayores ofertas turísticas y de ocio de la isla y, en contraste, posee una de las áreas rurales más ricas y productivas de la Ibiza interior. En sa Vorera se aglutinan extensas plantaciones, casas payesas muy antiguas y protegidas, campos de vides y olivos y un paisaje de pozos, albercas, muros de piedra seca, bosques y caminos de tierra que permiten retrotraernos a esa Ibiza de antaño, cuya autenticidad permitió ofrecer al mundo un producto turístico único y de contrastes, que deberíamos cuidar como nuestro gran valor.

A este universo inmaculado, a finales de los setenta, llegó el turista Tony Pike -fallecido el pasado febrero-, y decidió adquirir una vieja finca payesa: Can Pep Toniet. Se puso a construir y la convirtió en un hotel pequeño y mítico. Lo frecuentaban famosos y personajes de la jet, que hallaron aquí un discreto paraíso a salvo de paparazzi. A pesar del contraste entre estos estrambóticos personajes y los payeses de los alrededores, la convivencia no se vio alterada. Sin embargo, en estos últimos años, sa Vorera ha dado un vuelco radical.

El establecimiento, aunque sobre el papel sigue siendo un alojamiento, ahora obra en manos de un grupo empresarial británico vinculado al ocio, que lo explota como sala de fiestas, en mitad de un área rústica, tal y como vienen denunciando los vecinos y se puede constatar en su página web. Aunque mantiene habitaciones, el establecimiento ha sido remodelado para adaptar distintos espacios a los eventos e incluso se han reconvertido algunas parcelas de los alrededores en zonas de aparcamiento. Las fiestas, al parecer, se han organizado durante todo el invierno y en verano las hay prácticamente a diario, a veces más tranquilas y otras de desfase. Las convocatorias con cientos y cientos de asistentes son la tónica habitual y algún vecino comenta que en ocasiones incluso se supera el millar.

Un flagrante cambio de usos y una infraestructura enorme, con docenas de empleados -camareros, aparcacoches, seguridad, djs, relaciones públicas?- en pleno territorio protegido, que hasta el momento parecen haber pasado desapercibidos para las autoridades, a pesar de las quejas de los afectados, que ven cómo una zona apacible y tranquila se degrada más cada día, con el riesgo constante de accidentes e incendios, así como atascos, multitudes y, sobre todo, ruido. El descaro con que se desarrolla esta actividad es de tal calibre que resulta inexplicable. Basta con echar un vistazo a sus redes sociales para vislumbrar cómo dicho negocio se comercializa y publicita como algo distinto a un hotel. Desconozco si el recién desembarcado equipo de gobierno del Ayuntamiento de Sant Antoni tomó nota del vehemente discurso en contra de la oferta irregular que ofreció el presidente del Consell el Vuit d'Agost. En todo caso, tiene en sa Vorera un importante reto y su manera de afrontarlo dará la medida de lo que cabe esperar esta legislatura.

Otra barbaridad insólita y descarnada es lo que está ocurriendo en los acantilados de es Niu de s'Àguila, en es Cubells, perpetrada a pesar de las denuncias y peticiones de información de los ecologistas ante la autoridad competente -otra vez la Demarcación de Costas- y sin que la opinión pública tenga constancia de alguna actuación o requerimiento por parte del Ayuntamiento de Sant Josep.

Allí, para sostener uno de los chalets que nunca debieron construirse por la inestabilidad del terreno, se ha derruido por completo un acantilado, escalonándolo con cemento de forma antinatural, erigiendo una muralla de hormigón armado y abriendo camino por la ladera para acceso de camiones y maquinaria. También se ha instalado una malla metálica de gran extensión e impacto por su llamativo color granate. Además, se ha cerrado el acceso público a la playa, quedando como un espacio privado para uso y disfrute de los chalets aledaños. Se trata de uno de los mayores atentados paisajísticos de los últimos años.

Lo que ocurre en sa Vorera y es Cubells, en definitiva, es un vergonzoso disparate; sendos abusos que permiten tomar temperatura a la impunidad que asuela esta isla y que se extiende como un cáncer por el territorio, la sociedad y los distintos sectores económicos.