Crecimos con las noticias de atentados desde la pantalla del televisor. A medida que se fueron multiplicando los canales, lo hacía el déjà vu de bombas, funerales y capillas ardientes, que hacían de ETA una parte inevitable de la vida. Qué paradoja, cuando solo aparecían para arrancarla.

Pero, aunque todos los crímenes duelen, vivir en Ibiza me mantenía en la sensación de que 'aquello' pasaba siempre fuera, del otro lado del televisor. No fue hasta el último crimen cometido en España, hace ahora diez años, cuando pude sentir la onda expansiva. Aquel 30 de julio de 2009 estaba en Mallorca. Venía de un hotel en Calvià donde estaba preparando un evento y me dirigía al Real Club Náutico de Palma, donde ya estaba todo listo para la 28 Edición de la Copa del Rey de Vela en la que también trabajaba. Entonces nos sacudió a todos la noticia de un atentado de ETA con víctimas mortales. Había quedado con un miembro de la tripulación de la CAM en la que navegaba el, por aquel entonces Príncipe Felipe y, con la isla entera convertida en caos, cambiamos nuestro encuentro a una gasolinera, precisamente cercana al Palacio de Marivent.

Se cumplía el 50 aniversario de ETA y era urgente para la banda alcanzar un titular sangriento que eclipsara lo que ya era un secreto a voces: la organización estaba acabada. Acorralada policial y socialmente. Con cada vez más voces dentro y fuera del país proclamando con determinación que, no importaba cuánto dolor se provoque, no se iba a ceder al chantaje de la sangre derramada. Despojada primero de la idea de que el pueblo vasco les respaldaba y después, con el aumento de disidentes dentro de los propios miembros. El mundo le daba la espalda. El último gran fracaso, 24 horas antes, había sido un atentado en la casa cuartel de la Guardia Civil de Burgos donde vivían 117 personas, entre ellas, 41 niños. Sin embargo, por ese inexplicable azar que solo podemos calificar como 'milagro', el edificio de catorce plantas quedó derruido, hubo 66 heridos, pero no pudieron apuntarse ningún muerto.

Y así, llegó el turno de Carlos Sáenz de Tejada García y Diego Salvà Lezaun. Sus asesinos ni siquiera conocían sus nombres o sus caras hasta verlos después en las noticias. De nuevo, probablemente, ni siquiera esperaban que tanto esfuerzo terminara con el vergonzoso balance de 'solo' dos muertos. Otra bomba lapa había sido ubicada en un vehículo que llevaba tiempo averiado. Diez días después, aún otro fracaso. Cuatro artefactos ocultos en los servicios de tres restaurantes y un centro comercial en Palma que no lograron heridos. El propietario de uno de los establecimientos lo describía: «Pensé que era un portazo».

A una ETA debilitada, desacreditada y cada vez más torpe, le quedaba un último crimen, pero ni siquiera estaba previsto: el del gendarme francés, Jean-Serge Nerin. Era marzo de 2010, mientras trataba de evitar el robo de un vehículo en París. Como meros rateros. Esa es la historia tras la última acción de quien alguna vez jugó a ser una organización política bajo el pretencioso título de 'Movimiento Revolucionario Vasco de Liberación Nacional'. Una patente de corso que los acabó retratando como la más miserable de las bandas terroristas. Hacía décadas que se habían agotado los argumentos de una 'lucha armada'. Para que fuera una lucha tenía que haber dos bandos, pero aquí, los de extorsionar, secuestrar y asesinar eran siempre los mismos. Los muertos de un tiro en la nuca, también.

Carlos y Diego murieron por un cúmulo de terribles coincidencias. Carlos, de 28 años, acababa de llegar a Mallorca. Precisamente era de Burgos, donde sus vecinos aún intentaban recuperarse de la masacre que ETA había intentado hacía escasas horas. Carlos, en realidad, quería ser policía nacional, pero había suspendido el examen de ingreso. No le gustaba nadar. Tampoco se acostumbraba a la isla. Echaba de menos Burgos o, al menos, aspiraba a un traslado al País Vasco.

Diego, de 27 años, había nacido en Pamplona, pero con 3 años se desplazó a Mallorca, donde vivía con sus padres y sus seis hermanos. Aún ni siquiera era agente oficial de la Guardia Civil, sino alumno. Se había incorporado un año antes, pero un fatídico accidente en motocicleta que lo tuvo en coma durante semanas, lo mantuvo alejado cuatro meses. No le tocaba incorporarse. No le daban el alta hasta dos días después, pero consideraron que le ayudaría alguna tarea leve y él estaba entusiasmado. Su madre, Montse, dice que «nunca lo vio tan feliz como aquella mañana». Tampoco le tocaba estar en el cuartel de Palmanova. Ni subir a aquel Nissan Patrol que lo hizo estallar. Recogieron pedazos de Diego de encima de un árbol. La madre recibió una llamada alertando del atentado y se dirigió hacia el cuartel. Su padre, el urólogo Antonio Salvà, estaba, como todos los jueves, pasando consulta en Ibiza. Fue él el que la llamó y le pidió que detuviera el coche antes de decirle: «Nos lo han matado».

Los nombres de Carlos y Diego se diluyen en la larga lista negra de 7.265 víctimas y 864 asesinados. También en la de los 307 crímenes por esclarecer. Al menos 134 de ellos ya han prescrito.

Los amigos de Carlos se reunían en su casa de Burgos esta semana. Recordaban partidos de futbito. Los padres de Diego organizaban una misa en la Seu de Palma.

Me llamó la atención leer a Montse Lezaun, madre de Diego, diciendo casi desde el primer momento que ella perdonaba. Diez años después, sigo leyéndola repetirlo en alguna mínima noticia. Los titulares los acaparan los homenajes a quienes cumplieron su condena, sí, pero por secuestro, asesinato, de los que no se declaran arrepentidos. Los reciben vecinos y niños entre pancartas, y banderas, y antorchas y vivas, elevándoles a la categoría de héroes que entregaron veinte años de su vida a la lucha por la «liberación» de Euskadi. Veo a esos niños que aplauden y no puedo más que preguntarme qué versión de la historia les habrán contado y si compartirá una sola línea con la que contaría Montse. También, si es posible afirmar que ETA ya no existe, mientras suceda uno solo de esos homenajes y me aterra imaginar que tal vez, solo haya lavado la camisa, y siga por ahí, con su traje de revolución antifranquista aunque el 93% de sus crímenes los cometiera con Franco bajo tierra. ¿Y Carlos y Diego? ¿Cómo se atan los cabos que ligan en el contexto a dos jóvenes, en Mallorca, que ni siquiera habían nacido en la época de la dictadura? Quizá ahora sí es urgente una 'lucha', no armada, sino en modo de justicia y memoria, en la que niños (y adultos) aprendan lo que fue ETA, y por supuesto, el franquismo, y los GAL, y el yihadismo, y cualquier otra barbarie, pero donde la verdad nos dote de herramientas para que la historia no se repita.

Porque el germen de los extremos sigue apareciendo desde el otro lado de la pantalla del televisor todos los días, pero ya he aprendido que 'aquello' nunca es fuera. Porque pedir perdón a «los ciudadanos y ciudadanas sin responsabilidad» es apuntalarse en que había víctimas que sí lo merecían. Porque callar la identidad de 307 asesinos, ni basta ni ayuda a cerrar las heridas.

Pero Montse elige perdonar a quienes siguen agazapados sin pedir perdón. Por fortuna, en estos 50 años de cruenta historia, no es la única. Por fortuna, también, es la elección de algunos asesinos arrepentidos para los que la cárcel, además de condena, es reinserción, incluso sabiendo que se arriesgan a convertirse en víctimas del odio de quienes habían sido sus compañeros y que hacen pagar muy caro discrepar o abandonar las naves.

¿En qué capa de la piel se forja el perdón que no se puede forzar por ninguno de los lados? ¿Cómo, por qué, para qué pedir perdón o perdonar lo imperdonable? Pedir perdón no ya como necesidad para aliviar una carga, sino como un deber moral para tus víctimas. Perdonar porque resistirnos a hacerlo es tan lícito como humano, pero nos mantiene prisioneros de los infames. Perdonar porque pasar página no significa olvidarla, sino llevarla contigo de una manera que te permita seguir escribiendo tu vida como Carlos, Diego, Jean-Serge? todos los que ya no están, ten por seguro, querrían que vivas.

@otropostdata