Hace algunos años, una víspera de San Juan, llevé a mis sobrinas a hacer la ruta del río de Santa Eulària. Tenían que encontrar todos los fameliars ocultos y como si fuésemos Calleja en el Annapurna, escalamos el Pont Vell arriba y abajo. Un acto que, de todos es sabido, solo los héroes pueden acometer. Allí les mostré las hendiduras de las piedras y les decía que, según se contaba, eran las huellas de los dedos del diablo, que fue quien construyó el puente en una sola noche. Ellas me escuchaban atónitas: «¿En una sola noche?» Y yo les explicaba que sí y que, en realidad, hay muchas construcciones aparecidas de la nada de un día para otro en Ibiza y que para todas ellas hay, por lo menos, una leyenda. «Otras veces, con suerte, varias, y eso nos permite escoger cuál preferimos creer».

Les contaba de un pobre enamorado (y al decir 'pobre' no me refiero a no correspondido, que ella le quería mucho, sino que no tenía un céntimo con el que agradar al padre de su amada), que negoció con el diablo para obtener riquezas con las que poder construir una casa, para demostrarle a su ansiado futuro suegro, que era digno de su hija. El diablo le encargó construir un puente sobre el río y a cambio del dinero, se llevaría el alma de la primera criatura que lo cruzara. El joven, ya rico, se quedó oculto mirando quién sería la víctima y ¡Ay! Al ver que se acercaba un niño pequeño que iba por agua? ¡se sintió tan culpable que lanzó un palo sobre el puente para que su perro fuera a buscarlo! Y así fue el perro quien cayó fulminado?

Mis sobrinas seguían escuchando mis cuentos viejos y yo les hablaba de que estas construcciones, en realidad, jamás podrían ser realizadas por un humano o un demonio común en tan poco tiempo y que eran obra de los fameliars. «Bueno, no estos de bronce, sino los de verdad, que son tan pequeños, que caben cientos en una caja de cerillas. Y que cualquiera puede poseer, si quiere». Terminaba yo, sabiendo que ya tenía a esas canijas curiosas en mi poder.

Les explicaba que únicamente la mágica noche de San Juan, si iban a ese lugar bajo el Pont Vell, verían crecer a las doce en punto, una hierba. «Crece y se esconde. Hay que estar muy atentas y arrancarla deprisa». Les advertía. «Inmediatamente, la tenéis que guardar en una botella de cristal oscuro, la tapáis, la ponéis bajo la cama y, ¡Enhorabuena! Mañana tendréis vuestros propios fameliars. Unos duendes pequeñísimos, feos, malolientes y que demandarán sin parar: feina o mejar, feina o menjar (comida o trabajo). Y tenéis que pensar qué trabajo muy muy difícil queréis encargarles, porque el día que ya no tengan trabajo, se comerán toda vuestra despensa? y se irán».

Estas preciosas niñas de la generación de las princesas Disney me miraban como miran los niños de ahora, convencidas de que lo que digo no es verdad, pero queriendo creerme, y me pedían que siguiera.

Yo les decía entonces que, cuando su madre y yo teníamos su edad, nos escapamos una noche de San Juan. Ella de un tercer piso en Ibiza; yo por la ventana de una casa de campo en Sant Antoni y nos encontramos, puntualmente, a medianoche bajo ese puente. Por supuesto, vimos crecer la hierba y, por supuesto, nos llevamos una porción, y porque creíamos con todas nuestras fuerzas, en pocas horas, teníamos en una caja de cerillas nuestros fameliars. Decidimos que lo que más queríamos en el mundo era un castillo, a medio camino de nuestras casas y, así a ojo, calculamos que en Sant Rafel, en la colina, muy cerca de donde está la iglesia.

Y las niñas miraban a su madre que, a mi lado, simplemente asentía. Y yo seguí explicándoles que, alguna vez, cuando teníamos problemas, aquí o allí (porque la vida, de vez en cuando te aprieta muy fuerte) pensábamos: «Bueno, por lo menos nos queda nuestro castillo.».

Y aunque vaya que estas niñas, y muchos otros después, lo intentaron, jamás le hemos revelado a nadie dónde se encuentra. Porque apareció de la nada en una noche, pero ese castillo es nuestro, solo nuestro.

Y bueno, que estaba yo pensando que mañana, víspera de San Juan, quizá si no hay nada nuevo en Netflix o sí ¡a saber! Resulta que más que de episodios de series, el lector está falto de magia, quizá se puede cambiar el sofá por la playa. Pedir deseos, saltar olas, saltar un fuego o, si se es intrépido (como mis sobrinas demostraron), se puede recorrer el río de Santa Eulària hasta llegar al Pont Vell; comprobar como las huellas de casi cualquier dedo encajan de una manera precisa con las que un día dejara el mismísimo diablo y, ya puestos, esperar a que la medianoche nos descubra esperando con los ojos de los niños que fuimos, como una hierba, puntualmente, crece cada año. Y construir un castillo en Sant Rafel ¡o en el aire! Pero construirlo en algún lugar.

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