La semana pasada se dieron a conocer dos estudios que ponen cifras a tristes realidades de Ibiza que ya conocíamos y que, sin embargo, no se corrigen. Uno de ellos afirmaba que los cruceros que atracan en el puerto de Vila contaminan siete veces más que todos los coches que hay en la ciudad. El otro demostraba que la calidad del agua en las playas se ha reducido drásticamente y que el 22% de ellas ya no cuenta con el calificativo de excelente, antaño generalizado. Los turistas, en definitiva, se quejan por la visible contaminación del litoral, pero también aluden a falta de limpieza, atascos, excesiva urbanización... Tenemos una vía de agua en el depósito de la competitividad turística y, a medio plazo, puede traer graves consecuencias para la economía pitiusa.

Ante estas revelaciones, resulta paradójico que el Govern balear contemple prohibir la entrada de automóviles diésel a partir de 2025 y de gasolina en 2035, cuando la polución que generan representa una broma al lado de la nube de azufre que vierten los cruceros. Pese a ello, no se ha aprobado ninguna limitación para estas ciudades flotantes. Si se extrapolan las cifras de este informe al parque automovilístico de la isla entera -140.000 vehículos, según las estadísticas de la Dirección General de Tráfico-, los trasatlánticos aún contaminan más del doble.

El turismo de crucero es uno de los más polémicos del mundo y en ciudades como Barcelona o Venecia, las más contaminadas por su presencia, ya existe un importante movimiento social de oposición que va in crescendo. En Ibiza aún no es así, pero, conocidas estas preocupantes estadísticas, cabría poner en la balanza los pros y los contras que implica operar con buques vacacionales.

El gran beneficiario, sin duda, es el ente público Puertos del Estado, que gestiona la llegada de los cruceros y obtiene importantes ingresos. Pero, ¿en qué benefician los cruceros el resto de la economía pitiusa? A los hoteles cero, pues sus miles de turistas pernoctan en el barco. A los restaurantes prácticamente igual, pues los viajeros disfrutan de un régimen de todo incluido. Quedan comercios y empresas de suministros, en caso de que estos barcos se aprovisionen en la isla. Habría que valorar la incidencia en estos dos segmentos y determinar si compensa seguir recibiendo tal foco de contaminación con la misma intensidad o si cabría limitarlo de alguna manera o, directamente, descartarlo. Hay días en que coinciden hasta tres cruceros a la vez en el puerto.

El segundo estudio resulta tan desasosegante como el primero. Se trata del informe anual del Observatorio de Sostenibilidad de Eivissa, que impulsa Ibiza Preservation Found. Arroja conclusiones alarmantes respecto a la calidad del agua en las playas. En 2010 todas contaron con el calificativo de excelente. Ahora hay nueve que se han caído de la lista a consecuencia de los vertidos de las depuradoras. Además, el Ministerio de Sanidad detectó vertidos fecales en diez playas de la isla el año pasado. Hay múltiples calas cuya orilla, en temporada alta, se transforma en un cenagal y los turistas no son estúpidos. Encontrar semejante panorama en sus soñadas vacaciones no solo constituye una desilusión sino que genera una involución acelerada de la imagen paradisíaca que siempre tuvo Ibiza. El boca-oreja, que siempre nos había sido favorable, juega cada vez más en nuestra contra.

Otra reflexión imprescindible que se deriva del informe tiene que ver con la tan anhelada desestacionalización que, efectivamente, ya trae más turistas en invierno, primavera y otoño, pero no los reduce un ápice en los meses saturados del verano. En los dos últimos años, la llegada de turistas ha crecido un 4,5%, hasta alcanzar los 3,2 millones, una cifra absolutamente disparatada. Pero en verano también ha subido un 2,7%. La isla se llena hasta los topes en julio y agosto y la única forma de evitar que se degrade la experiencia de unas vacaciones en Ibiza es encontrar una fórmula para reducir plazas turísticas, comenzando por las miles que son ilegales, aunque no exclusivamente. Es polémica vieja, pero sigue plenamente vigente.

A ello se suma que en Ibiza se urbanizan casi un millón de metros cuadrados al año, un escándalo, y la presión de turistas que soporta cada habitante de la isla, con una relación de 20 a 1, cuando la media balear es de 15 a 1. Por parte de partidos políticos e instituciones hay pavor a implantar restricciones y limitaciones; es decir, implicarse en normativas valientes que impliquen nuevas regulaciones adaptadas a la realidad actual. Si no se atreven a acometer un nuevo modelo para mejorar la castigada calidad de vida de los residentes, al menos deben planteárselo para garantizar la supervivencia de la única industria que nos da de comer: el turismo.