Cuando tenía doce años y escribía en el periódico del colegio, entrevisté a Abel Matutes. Nos íbamos de viaje de estudios y su fundación nos ayudaba con 25.000 pesetas (la generación posmilenial que tire de calculadora) y nosotros íbamos a publicar una entrevista suya en el siguiente ejemplar.

Pues bien, a pesar de nuestros escasos doce años y de que iba a ser la inocente publicación de un periódico escolar, desde las oficinas de Matutes cerraron una cita para la entrevista, pero antes debíamos entregarla en papel en mano. Así «la preparaba».

Hago una pausa para tratar de poner a los más jóvenes en el difícil contexto de un mundo sin internet, sin Mark Zuckerberg o Steve Jobs. Abel Matutes era el más grande y palpable símbolo de éxito que teníamos. Y era 'nuestro', era de Ibiza.

Acudí a la cita sola, con mis preguntas y una grabadora. También llevaba un regalo: le había hecho un retrato. Me saludó dándome la mano y me dijo que tenía un nombre muy bonito. Se sentó en la cabecera de una larga mesa de juntas y yo en un sillón de cuero giratorio a su lado. Nunca había visto un lugar parecido y pensé que no se podía ser más rico. Me pidió leer él mismo las preguntas y las respuestas que también traía ya redactadas. Fue amable, me hizo alguna pregunta del tipo que a qué iba a dedicarme (y no qué me gustaría ser de mayor que son sustancialmente distintas). Le respondí, no recuerdo en qué orden, que al teatro, a dibujar y a escribir. Le entregué su retrato y me dijo que estaba impresionado por lo bien hecho, que lo iba a guardar toda la vida y, a modo de despedida, que siguiera adelante, que algún día mi trabajo valdría millones (de nuevo para los posmilenial: de pesetas, que nadie soñaba por aquel entonces con la posibilidad de otra moneda).

No os puedo describir mi sonrisa cuando salí de aquel edificio. Volvía sobre mis propios pasos a mi parada de autobús, pero ya no era del todo la misma, ¿cómo serlo, si el hombre con mayor habilidad para los negocios, con más éxito del mundo había sido capaz de predecir el mío? Nada que ver con aquellos mensajes de mi padre de que no iría al instituto (y mis hermanos sí) porque lo que tenía que hacer era ponerme a trabajar en un supermercado y así, me enteraría antes que nadie de las ofertas.

Quince años y varios avatares de la vida después, fui a República Dominicana y estando allí me informan de que buscaban una Relaciones Públicas para uno de los hoteles de Matutes, por aquel entonces 'Fiesta'. El bueno del gerente tras entrevistarme no quiso concederme el puesto de Relaciones Públicas, sino el de su asistente y finalmente, me quedé con ambos.

Además de los dos teléfonos repletos de extensiones del despacho, había otro, básico, de los de rueda (posmilenial, ya sabéis: tirad de Wikipedia) que llamábamos «el teléfono rojo» y me contó mi jefe que era una línea directa con Abel Matutes; que si alguna vez sonaba, era mi prioridad. Pensé que este buen hombre debía tener al menos cien cosas mejores que hacer que llamarnos, pero asentí.

Dentro de los muchos cometidos, le enviábamos por fax, entre otras cosas, las cuentas de las distintas cajas y, para mi sorpresa, las encuestas de satisfacción de los clientes ¡el santo de mi jefe convencido de que Matutes no se iría a dormir sin leerlas! No le iba a llevar la contraria, pero más de un día, saturada de trabajo «del de verdad» pensaba para mí que anda que se iba a poner a repasar tantas cifras de cada uno de sus hoteles repartidos por toda la geografía.

Pues bien, sucedió. Aquel teléfono sonó en dos ocasiones el tiempo que estuve allí. Creo que la primera vez le respondí, temblando, algo parecido a: «Ay va, pues iba en serio. Perdón, perdón? Dígame». Y no llamaba porque le pareciera poco lo recaudado, no para reclamar un error. Llamó para felicitarnos, para que hiciera extensivas con nombres y apellidos las felicitaciones por las buenas puntuaciones obtenidas a cada uno de los interesados.

Aún quince años más tarde volvimos a coincidir. Me pareció que Ibiza merecía un Foro de Turismo y propuse organizarlo. Para su inauguración invitamos, entre otros, a Ernesto Ramón Fajarnés y a Abel Matutes. Me consta que le sorprendió tanto el programa como la organización y nos felicitó. En el momento de despedirnos, me preguntó qué hacía yo allí. Algo desconcertada, me dolió pensar que quizá ya se le iba un poco la cabeza y le respondí recordándole mi nombre y que había organizado aquel Foro. Me interrumpió para decirme: «Sí, eso lo sé. Lo que pregunto es qué hace alguien como tú aquí». Debí decirle: «¿No me reconoces? Soy yo, la de la entrevista, la del retrato, la del otro lado del teléfono rojo». Pero no le dije nada. Lo haré dentro de quince años. Sé que me dará otra lección de por qué está dónde está y ¿sabéis? Es 'nuestro'. Es de Ibiza.